Al igual que a algunas niñas les gusta fantasear con el día de su boda, ella desde pequeña había soñado con su muerte. Se probaba trajes oscuros, se empalidecía el rostro con polvos de talco, buscaba la mejor manera de cruzar los brazos por encima de su pecho. Jugaba a verse desde arriba, sola, rígida, tumbada en medio de raso blanco como si su cuerpo fuese una enorme hendidura que atravesara el ataúd.
En la adolescencia dedicaba esos momentos de soledad nocturna previos al sueño a planear su muerte: a veces soñaba con tirarse de gran altura, otras con ahogarse en un incendio, y algunas de ellas con la exhalación de su último suspiro, estando enferma y arrugada; y luego planeaba el entierro, la lista de invitados, la misa, quién lloraría a sus pies…
Le atormentaba la idea de la espera. Ya se había hecho adulta y nada había sucedido. Pasaba ya de los treinta y mientras la mayoría de sus amigas habían podido realizar, bien o mal, sus sueños de adolescencia, ella seguía a la espera. Iba al trabajo cruzando sin mirar, comía todo aquello que le podía provocar un infarto, había probado las drogas en dosis más que adecuadas para haberse despedido de la vida…Y nada. Nada de nada.
Su vida estaba empezando a perder sentido. Si no podía realizar su sueño estaba todo perdido… el ansia la devoraba. Ya no le satisfacía el imaginarse por las noches el largo funeral…ni le animaba pensar en el doloroso espasmo final. Empezaba a temer que era inmortal, que jamás le llegaría la hora, que de alguna manera el destino se había vuelto en su contra obligándola a seguir existiendo.
Decidió asumirlo. Fue un paso verdaderamente difícil. Hasta el momento nunca había tenido que pensar en construir nada. Su única ilusión había sido redactar con 18 años sus últimas voluntades, para que su entierro fuera perfecto. Iba a morir, así que cualquier intento de pensar en el futuro no tenía sentido alguno. No se había cultivado para nada, no tenía ninguna pretensión ni ningún deseo…y tuvo que emprender la difícil tarea de encontrar una meta. Algo que la hiciera seguir adelante, algo en lo que pudiera ensoñarse antes de cerrar los ojos y esperar a que llegara el nuevo día.
Habló con sus amigos. Les interrogó acerca de sus sueños, de sus deseos. Por la noche, después de ponerse el pijama se metía en la cama e intentaba hacerlos suyos…se imaginaba acunando bebés, siendo una gran directiva, teniendo muchísimo dinero, triunfando como actriz…Ninguno le servía. Ninguno le hacía sentir el nudo en el estómago, el calor en su interior, ninguno le hacía sentirse más viva.
Empezó a deambular por las noches, a beber. Visitaba los peores bares de la ciudad hasta altas horas de la madrugada intentando, con el alcohol, olvidar que su vida era un verdadero sinsentido. Una noche, en medio de una terrible borrachera, se le ocurrió salir por la puerta de atrás: Un hombre estaba acuchillando a otro, levantaba el brazo bruscamente y, una vez tras otra, hundía el cuchillo…
De repente se dio cuenta, tal vez la muerte no la iba a venir a buscar a ella…pero tal vez ella podría ir en su busca.
Esperó, escondida y ansiosa, a que el agresor se fuera, y velozmente se acercó al hombre moribundo, tomó el puñal y le asestó brutalmente la última puñalada. Luego lo colocó bien recto, barbilla al frente y concluyó su trabajo entrecruzándole los brazos sobre el pecho. Miró su obra. Por primera vez se sentía orgullosa de ella misma.
Desde entonces salía cada noche a matar. Buscaba alguien que le demostrase de alguna manera estar pasando por el desespero que ella había sufrido antes y lo asesinaba.
Al principio cada asesinato suponía un nuevo reto, una nueva ilusión para que se le hiciera menos penoso el transcurrir del día. Empezó a leer, a documentarse: buscaba en los periódicos, que antes jamás había leído, ejemplos, inspiración; consideraba que su labor era un arte y que debía esforzarse en mejorar sus técnicas. Compró toda una colección sobre asesinos en serie y convirtió “American psycho” en su libro de cabecera. Utilizaba métodos variados, ya que adoraba ser creativa; sólo muy de vez en cuando se permitía improvisar, aunque siempre fiel a las técnicas aprendidas, no cayendo jamás en la impulsividad que podía destrozar una gran obra.
Al principio seleccionaba las víctimas de noche, pero poco a poco se dio cuenta de que los cadáveres no eran encontrados hasta la mañana siguiente y le preocupó que el “rigor mortis” impidiese a los del tanatorio hacer un buen trabajo, así que poco a poco fue adelantando las horas de sus actuaciones, de sus “ready made” como a ella le gustaba llamarlos cuando hablaba consigo misma.
Siempre llevaba cuidado en la ejecución: no quería que por nada del mundo se lastimaran la cara o las manos, era importante que después pudieran ser expuestos sin resultar desagradables; si no, ¿quién se acercaría a ellos en el tanatorio?
Mató de más de 600 formas diferentes: con navaja -la usual y la de barbero-, cuchillos en todas sus variedades, inyecciones con todo tipo de venenos -incluido el aire-, atropello (esta técnica requería de una gran precisión si uno no quería lastimarles el rostro), armas de fuego, estrangulación, ahogamiento…
Por primera vez desde la adolescencia dormía toda la noche profundamente.
Pero esa satisfacción le duró realmente poco. Se fue dando cuenta de que sus actos no eran reconocidos por nadie: la mitad de sus crímenes estaban tan bien cometidos que no daban pie a pensar que habían sido un acto voluntario; además, matar a gente que está desesperada obliga a buscar a las víctimas en tugurios de mala muerte y callejuelas estrechas, por lo que la policía achacaba sus obras de arte a un vulgar ajuste de cuentas. Su personalidad histriónica no lo soportaba. Empezó a dormir mal de nuevo, dejó de estar ilusionada con salir a cazar nuevas víctimas y la desidia se apoderó de ella lentamente, hasta que empezó a matar de forma descuidada y sin poner atención en los detalles.
Desde el primer asesinato flotaba (¿rondaba?) la posibilidad de hacerse famosa, conocida, de ser admirada por todos; y fue precisamente eso lo que la llevó a tomar la decisión final: se autoasesinaría, esa sería su gran obra. Esta vez su nombre si que aparecería en los periódicos.
Lo planificó todo, hasta lo más nimio: lo haría en el callejón de su primer asesinato, con el cuchillo de la primera de las noches que todavía conservaba como reliquia. Para ello, consiguió varios atlas de anatomía y estudió concienzudamente dónde se tenían que dar las puñaladas y desde qué ángulo, puesto que no podía quedar inconsciente con la primera. Compró una de esas pizarras vileda (una pizarra) y realizó todo un (el) croquis. Empezaría dándose una puñalada al salir de la puerta del bar. De allí hacia el contenedor se daría tres más, ninguna de ellas en la cara -no fuese a quedar mal para el entierro- y, finalmente, una en el corazón. Para darle más dramatismo a la escena, se la daría cerca de los escalones de la tienda de muñecas antiguas. Quedaría tendida inerte, como una más de ellas.
Salió de casa vestida como quien va a una boda, salvo por el color negro de su vestido; no quería que si el forense le tomaba alguna foto saliera vestida inapropiada. Tomó un taxi para dirigirse a su callejón. Pensaba en cuánto había tardado en darse cuenta de lo fácil que era realizar su sueño, en lo simple que siempre había sido. Estaba inquieta. Por fin iba a realizar el sueño de su vida. Le atacó el miedo: no fuera que por un extraño casual muriera antes de tiempo y no pudiera realizar su gran obra: no sólo que su entierro fuese como ella había deseado, sino que también su muerte se convirtiera en su mayor obra de arte.
Llegaron. Pagó al taxista y se dirigió hacia el callejón, como una novia se dirige al altar, lenta y parsimoniosa. Se oían ruidos, gritos. De repente sintió un golpe seco en la sien.
Despertó envuelta en blanco. Al principio no entendió nada. Luego le explicaron, aunque no estaban seguros de que ella entendiese, que había habido un tiroteo, que la bala le había alcanzado, que ya no podría moverse. Estaba muerta. Viva, pero muerta. Al principio se hundió, la frustración le corría por las venas como jamás le había sucedido. Luego sus parientes empezaron a entrar en la habitación de uno en uno y más tarde sus amigos. Todos lloraban a los pies de su cama, hablaban de lo maravillosa que era, de las fatalidades de la vida, de que todos somos nadie, de la maldita casualidad,…y ella no podía decir nada. Sonrió para sus adentros, la vida la había compensado. No había muerto, le esperaba un velatorio de tal vez cien años.
1 comentario:
La manera que trata de apropiarse sueños que no son suyos o la opción de la inmortalidad como maldición....lo encuentro muy interesante :)
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