martes, 29 de mayo de 2012

Maletas


Con una maleta en cada mano y el bolso escurriéndosele hombro abajo, deambulaba por el aeropuerto sin ser capaz de decidir hacia donde dirigirse.  De la ducha de la mañana ya no quedaba apenas nada en su cuerpo, sentía como la humedad del verano de la ciudad de costa la impregnaba y la hacía sentirse sucia. Sus manos estaban doloridas de cargar el peso, pero no sabía donde dejar las maletas y, sentarse encima de ellas para descansar la hacía sentirse todavía peor.  Se orinaba. Hacía horas que quería ir al baño, pero tal actividad con las maletas era imposible de llevar a cabo con la cantidad de mangantes y otras faunas que poblaban el aeropuerto a la espera de un despiste inapropiado.
No sabía en que momento había cambiado de opinión y había decidido no subirse al avión. Pensaba que debía ser algo que había estado gestando en su vientre y había dejado crecer sin apenas darse cuenta de los síntomas. Sólo sabía que su interior había explotado frente al Check-in, en un ataque de lágrimas ansiosas y espasmos asfixiantes y no había sido capaz ni de entregar la tarjeta de embarque. Necesitaba más tiempo. Era lo único que había sido capaz de decirle a esa especie de azafato sin amabilidad alguna y que observaba sus maletas con avidez esperando que pesaran más de lo debido.  No hubo respuesta por su parte. Se limitó a subir los hombros e indicarle, en un tono pseudo-amable de impostura, que se puede retirar, si es tan amable mientras él y el que hacía la cola detrás de ella soltaban un suspiro de exasperación y hastío a la espera de que ella se retirase de una vez, y la normalidad pudiera proseguir a embarcarse.
Recogió las maletas de la cinta y balbuceando, sintiéndose pequeña y sucia se retiró del mostrador y empezó a andar. Recorrió toda la T2 y siguió andando por la T1 hasta que sus ojos por fin se dieron cuenta de que había llegado al final de la misma. Y que sólo podía dar media  vuelta o quedarse allí quieta como cuando era pequeña, castigada contra la pared.  La desesperanza empezó a subirle desde el ticket de embarque que sostenía en la mano derecha, arrugado contra el asa de la maleta, e inundó su torrente sanguíneo hasta llegarle al corazón.  Y, Con una maleta en cada mano y el bolso escurriéndosele hombro abaja, deambulaba por el aeropuerto sin ser capaz de decidir hacia donde dirigirse.

No podía volver a casa. ¿Cómo entrar y tener que pronunciar en voz alta que no podía irse? Notaba las palabras comprimidas, entremezcladas, agolpadas en la parte superior de su garganta;  clavándole las zonas más puntiagudas de cada una de las letras en sus cuerdas vocales, a punto de sangrar por la presión.  Sólo era capaz de pronunciar algún tipo de murmullo, algo parecido a los que suponía que dejaban ir los animales momentos antes de morir.  Pensó en intentar buscar otro vuelo y las lágrimas emergieron de sus ojos torrencialmente. Era consciente de que ninguna otra parte de su cuerpo acompañaba el llanto. Y que se le nublara la vista con esas gotas sabía que convertiría la búsqueda de un billete de avión, frente a una pantalla de ordenador,  en algo imposible.
Dejó una de las maletas en el suelo, entre sus piernas -como absurda medida de seguridad- y se secó los ojos con la manga de la chaquetilla de punto que llevaba puesta. Sin pensárselo demasiado, como si pasar su brazo por su cara le permitiera ver con más nitidez, se dirigió al hotel del aeropuerto. Allí podría ducharse, descansar y, sobretodo, orinar. Tal vez después, fuera capaz de establecer una conversación consigo misma.

-Buenas tardes. -Buenas tardes, una habitación individual, por favor. -¿fumadores?- No, bueno sí.  –¿Me da su DNI? - Sí, tenga. Gracias. La 407. Debe coger el ascensor a la derecha. El número de recepción es el 9 y la recepción está abierta 24h. Para cualquier cosa que necesite estamos a su disposición. Disfrute de su estancia. Ya en el ascensor, las últimas palabras seguían resonando en su cabeza febrilmente. Disfrute de se estancia. Dis-fru-te. Es-tan-ci-a, disfrute, disfrute, disfrute, disfrute… Abrir la puerta de la habitación y dejar sus pesadas maletas agotó sus últimas fuerzas y, como pudo, llegó al sentarse en la taza del baño y dejó que su cuerpo orinara, no de forma controlada, sino dejando de evitar que aquel líquido que la inundaba se desbordara y saliera liberado. Se quedó allí sentada, con la cabeza entre las manos, ocultando su cara.
Le dolía el culo. No sabía cuanto tiempo llevaba sentada allí. Sin levantarse todavía, se quitó la ropa lenta y torpemente, y casi a tientas, se metió en la ducha y abrió el agua caliente. Notaba como el calor la inundaba desde la nuca, por la espalda y veía caer el agua casi negra, llena de dudas y remordimientos, de indecisión rabia e ira. Llena de soledad.  Se enjabonó con cuidado, lentamente, como limpiaría los cortes de  un herido de una guerra y dejó luego que el agua la recorriera de nuevo hasta que se sintió inmaculada. Se envolvió en una áspera toalla que dejó a los pies de la cama para meterse, desnuda, en esas blancas sábanas, como de hospital. Cerró los ojos y despareció.
Despertó sin recordar muy bien dónde estaba, con la sábana envuelta a su cuerpo sujetándola a la cama. La tranquilidad y la pereza la empujaron a estirarse completamente en la cama dejando que su cuerpo volviera a la vida lentamente. Se sentó en la cama y marcó el 9 en el teléfono de la mesita de noche. Pidió un desayuno continental –sin saber muy bien que era lo que estaba ordenando- y tras colgar, se metió en la ducha. Salió mojada buscando a tientas la toalla que todavía estaba a los pies de la cama y riéndose de si misma por lo despistada que era siempre.  Envuelta finalmente en ella, abrió una de las pesadas maletas buscando algo de ropa que ponerse. Rebuscó entre toda la ropa que traía, no encontraba nada que ponerse  y se dio cuenta de que nada de todo lo que llevaba dentro encajaba con ella, ni era ya de su tamaño. Difícilmente, esquivando recuerdos y objetos varios entremezclados con su ropa,  tomó una camiseta, la más vieja y grande que encontró entre todo el desorden, y se la colocó por encima. Sintió la necesidad de cerrar las maletas para no ver más lo que había dentro.
Llamaron a la puerta. El desayuno. ¿Me podrías conseguir unas tijeras, por favor? Voy a consultar a ver si es posible. Llamaron de nuevo. Abrió la puerta con los tejanos en una mano y una camisa en la otra. Aquí tiene. Mil gracias –y una gran sonrisa brotó en su rostro-
Se sentó en la cama, con la bandeja del desayuno a su lado –tostadas, mantequilla y mermelada, jugo de naranja y un café con la leche aparte- y mientras comía, con hambre y sin prisas, fue recortando la camisa y los vaqueros hasta que consiguió algo en lo que sí sentía que podía encajar.
Vestida ya, abrió por última vez las maletas y escogió lo básico: neceser con los cuatro imprescindibles –a saber, la crema hidratante mil en uno, el rimmel, el colorete y el desodorante-, unas chanclas, un par de camisetas de tirantes y una camisa. Por supuesto, no quiso dejar su ropa interior. Recogió sus documentos y algunos papeles y se dirigió a recepción.
Al salir del hotel, el vestíbulo del aeropuerto le pareció más pequeño de lo que recordaba. El bolso lo había colocado cruzado al hombro para que no se le escurriera y se dirigió directamente a la ventanilla de su compañía. ¿Alguna maleta a facturar? No, esta vez vuelo yo sola.

martes, 17 de abril de 2012

El saco


Abrió la puerta del piso tímido, sonriendo. Estaba convencido de que esta vez lo había acertado. Le había costado decidirse pero, por fin, había encontrado el regalo perfecto.  Silbaba ligeramente una de sus canciones preferidas de uno de esos grupos que le gustaban desde la adolescencia. Se sentía optimista.
De repente, en la más completa oscuridad, ella escuchó su ligero silbido y todos sus sentidos se pusieron alerta. Por fin, por encima de su cabeza se movió una de las tapas laterales,  se hizo la luz y pudo asomar sus grandes ojos fuera de la caja. Estaba aterrorizada. Recordaba cada uno de los hechos que la habían hecho meterse voluntariamente allí. Y no entendía por qué ahora él abría la caja. Sonriendo, él extendió la mano y le puso delante un saco de tela, grande, enorme, del tamaño de un niño de seis años.  - Es para ti. Espero que me perdones. - Sorprendida, sacó temblorosa una mano de la caja e hizo el intento de cogerla. Paró justo antes de tomarla por un extremo. No puedo, pensó. En la caja estoy segura, pero si salgo, o si lo dejo entrar, el dolor volverá. La caja es pequeña y oscura, y aunque a veces me falte aire para respirar, se mantiene siempre igual. Sin altibajos, ni dolor. Hizo retroceder su brazo lentamente al interior. Él volvió a insistir: Tranquila, esta vez no voy a hacerte daño.  Impulsada por no sabía que sentimiento sacó la mano, y antes de que él pudiera darse cuenta de nada, ya tenía la bolsa dentro de la caja, y había cerrado la caja.
Se quedó encogida largo tiempo con la bolsa a sus pies. Intuía de alguna manera, con el mismo instinto que utilizan los animales pequeños para huir de su calidad de presa, que si la abría no habría vuelta atrás. Pero siempre había sido curiosa, y todavía recordaba que él estaba fuera de la caja. Abrió la bolsa, y para su sorpresa, contenía palabras. Una retahíla sin fin de palabras, en diferentes formatos y tamaños, todas desordenadas.  Se quedó quieta, desesperada entre tanta oscuridad, sin saber muy bien qué hacer con todo aquello. Pasaron horas y allí seguía ella, inmóvil, sin un atisbo del significado de todo aquello. Pero, ahora, ¿Para qué me da esto? ¿Qué cree que puedo hacer con ello en la oscuridad? Necesito luz, y él lo sabe. ¿Por qué me da algo así, si sabe que no puedo entenderlo? Tal vez me haya dado una linterna para que pueda ver algo…Buscó a tientas y no encontró nada. Carcomida por la intriga y el deseo de entender, en un arrebato,  golpeó con los nudillos en la caja y pronunció: Linterna. Él, de inmediato, abrió la caja y ella pudo ver una linterna cerniéndose sobre su cabeza. Sacó la mano para tomarla y cerró la caja de nuevo.
Mientras sostenía la linterna con la boca, para poder ver mejor, observaba las palabras desordenadas sobre el fondo de su caja: Amor, error, te, traición, odio, es, miedo, yo,  carácter, perdón, verdad,  tu, orgullo, pareja, tú,  daño, amo, pido, disculpas, mentiras, familia, hijos, huida, soy, arrepentimiento, ira, ella, mierda, mi, felicidad, ayuda…No sabía qué hacer con todo aquello. Probablemente era un mensaje, pero ¿Cuál?  Empezó a intentar combinarlas, pero nunca conseguía un texto completo, siempre le sobraba alguna, le faltaba algún verbo… Finalmente, le venció el sueño.
No era consciente de cuánto había dormido, pero al despertarse lo primero que hizo fue extender  la mano ansiosa  y buscar en la oscuridad las palabras y la linterna. Asegurarse de que seguían ahí. Pensó que probablemente sobraban palabras. Que era un juego, un mensaje cifrado, y que su misión era encontrar el verdadero significado. Decidió que debía eliminar algunas. Estaba claro que no podía eludir ninguno de los verbos y los pronombres, había pocos y sabía que eran muy necesarios; en consecuencia, tenía que elegir qué sustantivos no encajaban en aquel discurso. Así pues, de entrada, decidió quedarse con:   te, ella, es, yo, tu, tú, amo, pido, odio, soy, ella, mi, ayuda. Ahora sólo tenía que barajar las diferentes posibilidades. Yo soy odio, no,-pensó-él no es así…; yo te odio no, no puede ser que me haga un regalo y sea algo con lo que hacerme daño, me ha dicho que esta vez no;  yo soy tu odio él sabe que yo no soy así;  yo odio ella me falta una preposición…y miró a la caja desesperadamente, en busca de esa “a” divina que completaba la frase que más le gustaba.  Yo amo ella, volvió a mirar las palabras, esta vez desesperada, esperando que esa maldita preposición no estuviera. Siguió jugando con las palabras, inquieta nerviosa, esperando encontrar en ellas algún mensaje, algo. Mejor dicho, no esperaba algún mensaje, esperaba el mensaje. Aquél que la haría salir de la caja. Y entre todas las posibilidades posibles lo encontró.  Descartó el resto de palabras y se quedó con aquellas dos: te amo. Una extraña sensación la inundó por completo. Sentía su corazón acelerado, esa extraña energía que fluía por sus venas, que la empujaba a levantarse. Esa presión en su pecho. Se asustó. Ahí estaba todo de vuelta, todo lo que había antes de la caja, todo lo que la llevó a meterse en ella tras el desengaño.  Decidió no salir de la caja y, hecha un ovillo, intentó dormirse, que se durmiera su interior. Con los ojos cerrados, sentía las palabras dar vueltas en su interior, las veía acercarse, desordenarse, ponerse en fila, desparecer alejándose.
Horas después la inquietud la llevó a levantar uno de los cartones que hacían de tapa y otear el exterior. Estaba todo oscuro, más que el interior de su caja. Pero lo podía escuchar respirar fuera, de lejos. Le sorprendió que él no estuviera envuelto en claridad. Tampoco se encontraba cerca de la caja, no había estado esperando por ella, a que ella pudiera describir aquél mensaje. Se sintió decepcionada. Tal vez se haya desesperado porque he tardado mucho. Tenía que haber sido más rápida. O igual no esperaba que yo fuera a salir, igual no era ese el mensaje, igual me ha engañado o  me engaño yo…El dolor volvió a su interior.  Sentía como tiraba de sus entrañas. Decidió cerrar la caja.
Le despertó un lloro infantil y una voz femenina. Oía a una niña llorar y una voz femenina calmándola. Asomó la cabeza fuera de la caja. Seguía todo oscuro nada claro. Lo oía a él respirar, más intensamente. Y por fin sus palabras: Te amo.
En un ataque, a día de hoy todavía no sabe muy bien de qué, salió de la caja, se acercó a la pared que conocía tan bien y le dio al interruptor.  Sus ojos, poco acostumbrados ya a la luz, lo vieron a él. Sentado en un sofá, una mujer a su lado con una niña en sus brazos.  La miraba desconcertado –yo, yo…yo…-incapaz de decir nada más. Quería acercarse y destrozar todo lo que estaba contemplando, pero no podía moverse. Es mi culpa, es mi culpa, es mi culpa… ¿por qué confiar después de tanto tiempo?, otra vez no, otra vez no…
Lloró, lloró como no había llorado hacía tanto tiempo, dejando marchar aquello que ella creía haber amado.  Él la miró, triste, desde el sofá.  No se movió, pero ella pudo ver el terror en sus ojos.  Miró la habitación. Estaba vacía, no había nada a su alrededor. Ni un cuadro ni una foto, ni objeto personal, ni un teléfono, y entendió. Estaba sólo.  Entendió su terror: la soledad. Perderlo todo. Sintió lástima por él.
Mientras recogía su caja y la doblaba se sentía más ligera.  Sin que él fuera capaz de moverse de donde estaba, y con ella vigilándola de lejos salió por la puerta, en silencio. Al llegar a la calle percibió la luz del sol que hacía tanto que no veía. Y decidió quedarse recostada ligeramente en la pared, disfrutando la sensación en su piel. -Si te da un poco el sol serás todavía más bonita- abrió los ojos -¡gracias! - y sonrió. El chico le devolvió la sonrisa. – ¿Te apetece un café?- , -…pero que sea al aire libre- contestó ella.

lunes, 13 de junio de 2011

En blanco

Desde el rincón donde estaba sentada sólo podía ver las paredes blancas. Llevaba rato mirándolas, ausente, perdida en el vacio blanco. Algo le llamó la atención al otro lado de la sala: había una puerta. También era blanca, apenas podía distinguirse de la pared si uno no se fijaba en el pomo, que distaba ligeramente de tonalidad. Abrió la puerta y miró en su interior. 

Ahí estaba él, sentado con ella. Años atrás, en un café, esperando que el tiempo que quedara para irse a trabajar se hiciera eterno, que no pasaran los minutos. Sobre la mesa una taza de café con leche, una cámara de fotos y una lata de un refresco light. Una de sus piernas estaba sobre una de las de él. Le acariciaba la nuca con una mano mientras la otra se entrelazaba con la suya. Hablaban de cosas importantes: de los sueños, del futuro, de todo aquello que pensaban que les llegaría de forma natural. Le invadió una profunda nostalgia y la “saudade”  inundó por completo su corazón. 

Decidió cerrar la puerta. Agachó la cabeza y apoyó la frente en la pared. Al ladearla se dio cuenta de una rendija por la que entraba oscuridad en la blanca habitación. Instintivamente, sus ojos buscaron el pomo de la segunda puerta y sus manos corrieron a abrirla.

Reinaba la oscuridad, pese a las luces de colores que lo inundaban todo. La música sonaba fuerte, le entraron ganas de bailar.  Se dejó arrastrar, invadida por la pulsión rítmica, y empezó a andar entre la gente. Allí estaban los dos, al fondo, bailando pegados al ritmo de la música, borrachos, desconectados de todo lo que había a su alrededor, sudando, besándose, rozándose con una casualidad buscada, excitándose. Él se acercó a decirle algo al oído, ella sonreía entrecerrando los ojos y dejando caer la cabeza ligeramente hacia atrás.
La puerta se cerró. El dolor le invadía el pecho y buscó insegura donde apoyarse. La puerta en la que había dejado reposar su cuerpo cedió bajo su peso y se abrió. Perdiendo el equilibrio fue dando pasos descontrolados hasta que cayó de rodillas. Se quedó encogida, encorvada, meciéndose ligeramente hasta que poco a poco fue recobrando el control de su respiración, y un poco más tarde el de su cuerpo. Levantó la cabeza.

Los dos estaban tumbados en la cama, mirando al techo. Ella recostaba su cabeza sobre la de él y hablaban.

-          ¡Qué ganas tengo de tocarte la tripa y notar como da pataditas. Estarás preciosa.
-          Preciosa…¡estaré enorme! Y fea. Me tendrás que decir cosas bonitas, - decía poniendo la voz dulce y suplicante-  y estaré insoportable.
-          Te las diré.-contestaba con voz firme y tranquila-
-          ¡Y si no te gusto? ¿Y si después ya no te gusto?
-          Me gustarás. Te quiero. Y quiero estar contigo para siempre.
Ella suspiró a la vez que apoyaba su mano sobre su vientre, y lo acariciaba ligeramente.
-          ¿Cómo lo llamaremos? Porque será un niño, ¿verdad?
-          No sé, no lo había pensado.
-          A mí me gustan los nombres cortos, y fuertes.
-          Sí, que no se puedan abreviar…
-          Ivo, ¿te gusta Ivo?
-          ¿Ivo?, No, no. Y Iker?
-          ¿Iker? Iker me encanta.
-          Pues así se llamará. Iker.

La habitación del hotel a las afueras de Gerona empezó a empequeñecerse, ya no cabía en ella ahí, las paredes empezaron a desmoronarse y la cama se llenó de polvo blanco y sucio. Empezó a sentir un dolor profundo en el bajo vientre, en sus ovarios, los sentía secarse y podrirse en su interior. 

Cayó al suelo de la habitación blanca. 

Cuando por fin pudo abrir los ojos no había habitación blanca. A su alrededor habían muebles, cojines, cortinas, incluso un sofá blanco. Y allí estaba él. Cogiéndola de la mano en el sofá, con la niña en brazos, durmiendo apoyada en su pecho. Sus padres, y hermanos estaban a su lado, en el sofá de al lado, charlando y riéndose. No recordaba esa escena, no la conocía. Buscó su cara intentando saber cómo se sentía, comprobando que realmente era uno de sus recuerdos, una de sus escenas cotidianas. Al intentar reconocerse en ella, sorprendida, descubrió que no lo era. No era ella, era otra. Era otra a la que daba la mano. Era otra con la que compartía su sofá. Era otra la que ahora formaba parte de la familia. Llevó su puño a su boca, mordiéndose los nudillos, intentando que el dolor en su mano fuera más fuerte que la sacudida terrible que le recorría todo el cuerpo. Apretaba con más y más fuerza, la piel empezó a romperse y la boca se le llenó del sabroso gusto de su propia sangre. Pero no había forma de mitigar el dolor. Aflojó la mandíbula y soltó la mano, y utilizó su antebrazo para limpiarse la sangre que le caía por la barbilla. Al llegar a la muñeca, mordió con rabia, descargando toda la ira que contenía en su interior, desgarrando ligamentos, tendones y seccionando venas. La sangre le brotaba de la boca y le caía por el pecho. Un ligero sopor le iba inundando el cuerpo a la vez que sentía que sus piernas ya no la sostenían. Cayó al suelo de rodillas y un ligero mareo la obligó a tumbarse boca arriba. Con la cabeza ladea, mirando a la única puerta que todavía no había visto.  Estaba abierta y en su interior sólo había oscuridad y vacío. Por momentos, la veía cambiar de tamaño, crecer, parecía la boca de un lobo que fuera a tragársela por completo. Cuando pudo darse cuenta, se encontraba entre sus marcos, difuminándose en su oscuridad hasta desaparecer por completo.

Quedó tendida en mitad de la habitación blanca. Hasta que la casualidad quiso que la encontraran.

viernes, 27 de mayo de 2011

La partida



Analisa miraba la partida sentada en el banco del parque. Observaba los movimientos de las piezas, y era capaz de prever sus próximos pasos, los intuía por el tiempo y la costumbre. La experiencia que ya tenía le permitía adivinar que jugadas estaban tramando los otros, que alianzas y que traiciones se sucederían. Incluso jugaba consigo misma a apostar cuando sucederían. Le gustaba sentarse y mirar, evaluar, calcular cuáles serían los próximos pasos. De repente, se dio cuenta de que venían a recogerla, que había llegado el momento de marcharse.
-¿Pero tan pronto?- preguntó  Analisa-  removiéndose sobre sus propios tobillos
-Sí- le contestó ella- ¿no te apetece descansar?
-No, creía que por fin estaba entendiendo el juego. Por fin creo que ya sé cómo organizar mi estrategia, y cómo mover mis fichas...- su cara se entristeció y el gris inundó su mirada.
-Pero sabes que nos debemos ir. Ya no podemos esperarnos más. El tiempo de jugar ha terminado. Vamos, dame la mano y marchémonos. Ella levantó el brazo despacio y a se apoyó en su mano ofrecida con ternura.

Se alejaron andando cogidas de la mano, despacio, como meditando cada uno de los pasos que daban, dando tiempo al tiempo.  Analisa volvió su cabeza, arrastrada ya por una temprana nostalgia mientras preguntaba – ¿Podremos volver algún día? ¿Podré venir? - No, -contestó la Parca- la partida ha terminado.

sábado, 16 de abril de 2011

Breve historia de una gata

Ovillada sobre sí misma se lamía una de sus patas lentamente. Le dolía, pero sabía instintivamente que debía lamerla para que curase, para que cicatrizase, para que no le doliera tanto como las dos que llevaba en la espalda, y que habían curado mal y tarde. Su aspecto, despeinado y melenudo, con el lomo cruzado por dos largas cicatrices sin pelo, la identificaba como una autentica gata callejera. Pese a su pelo atigrado y suave, propio de una gata de angora, se adivinaba de lejos que había vivido más de una reyerta a muerte.
Adoraba estar tumbada bajo el sol…esperando a que cayera la tarde y pudiera salir a cazar pequeños ratones. O que viniera aquella viejecita al parque con su "tupper" repleto de comida para gatos y su tazón de leche. Siempre le dejaba ser la primera. Se ponía de pie en mitad de la plaza y los llamaba. Pero, hasta que no llegaba ella, no se agachaba. Entonces, manteniendo con esfuerzo el equilibrio, agarraba un poco de la comida y se la daba a ella, por más que los demás gatos maullaran cuanto quisieran. Sólo después dejaba el tuper viejo y desgastado en el suelo para que comieran los demás. Mientras Callejera comía  le acariciaba el lomo y repetía en voz baja, casi para sus adentros: Tan bonita y tan marcada…casi tan marcada como yo. La gata, no entendía que significaban aquellas palabras pero adoraba aquellas manos que la recorrían desde la cabeza hasta la cola, y le hacían ronronear.
Llevaba horas tumbada al sol cuando por fin la vio aparecer, llegaba andando algo más despacio que habitualmente, y en esta ocasión sostenía entre sus manos algo negro, que desde lejos no podía llegar a identificar. Saltó lo más rápido que pudo del techado y se dirigió, cojeando levemente, hacia la anciana. Mira, volviendo a hablar en aquella voz débil y tranquila, aquí vas a estar perfectamente, no estarás sólo y seguro que no soy la única que les trae comida a diario. Callejera no entendía nada, ¿por qué no la miraba? ¡Cómo le gustaría poder entender lo que decían los humanos! Sabía que estaba triste, olía diferente, pero no comprendía por qué. Mientras se frotaba insistentemente contra las piernas de su benefactora pudo ver dos pequeños puntos de luz entre sus brazos. ¡Era uno de los suyos! La viejecita se inclinó hacia delante lentamente, y temblandole las piernas lo dejó en el suelo. Callejera se le acercó con curiosidad, y con algo de miedo, no sería el primer zarpazo que se llevara por ser más curiosa de la cuenta. Olía diferente a todos los demás. Olía como las manos de la anciana, no a cloaca, a rata vieja y a cubo de basura. Su pelaje estaba limpio y no tenía ninguna cicatriz, ni le faltaba ningún ojo como a la mayoría. Se acercó a olisquearlo. Negro, se quedó quieto. La dejó olisquear. Tranquilo, ella es mi preferida, es tranquila y buena… y ha sufrido tanto como yo murmuraba la anciana.  Callejera daba vueltas alrededor de ella, era un macho, estaba segura, pero no actuaba como los demás. Estaba cansada de tener que salir huyendo de ellos, de que marcaran su terreno, de que se le comieran su comida. Siempre eran más grandes y fuertes que ella, y no sería la primera vez que le robaban alguna pieza de entre sus garras.
De repente, su benefactora se apartó de los dos y fue a sentar-se en un banco a la sombra. Callejera empezó a seguirla maullando cada vez más fuerte en busca de su ración de caricias y comida. Al llegar al banco, saltó al lado de la anciana y negro la siguió. Sabía que algo no iba bien. Se lo decían sus bigotes y su olfato, y la vibración extraña que notaban sus patitas al apoyarse en el pecho de la anciana mientras se frotaba contra ella. Abrió el "tupper" y Callejera se acercó a él. Lentamente, sin perder la atención de cualquier movimiento que pudiera hacer Negro, no fuera a darle un zarpazo o morderle el pescuezo. Pero Negro no se movía, permanecía pegado a la viejecita y esperó hasta que ella empezó a comer para aproximarse a ella y empezar a comer también. Callejera se tranquilizó. Vas a ser muy feliz aquí murmuraba la anciana, si ella ha sabido sobrevivir,…es mi preferida, tratamela bien…no seas malo,…y los acariciaba a ambos a la vez y sonreía.
Los dos gatos comían tranquilamente mientras el resto maullaba a los pies de la anciana. Algo cambió: los gatos empezaron a maullar más fuerte. La anciana dejó de acariciarlos y tres o cuatro gatos saltaron a por su ración. Callejera escapó como pudo de la marabunta de gatos hambrientos y corrió a su techado a guarecerse. Cuando ya se creía a salvo sintió su presencia a sus espaldas. Se le erizó el bello. Pero Negro seguía quieto, tranquilo, mirándola con curiosidad, como sorprendido. Callejera se sintió a salvo y decidió hacerse una bola en su rincón. Y él, segundos después, se acurrucó a su lado.
Un ruido de pequeñas pisadas la despertó. Una pequeña rata se movía nerviosamente entre los escombros, justo debajo de donde ella estaba. Se agazapó y se concentró. Sabía por experiencia que si quería cazarla debía adivinar hacía donde iba a dirigirse cuando la viera saltar sobre ella. Tenía hambre. La ratita se movía indefensa entre las basuras, y si avanzaba un poco más hacia la pared la podría arrinconar fácilmente. Tensó sus músculos preparándose para el salto, sintió el dolor en su pata herida, la excitación de la caza. De la nada, una mancha oscura le pasó por delante. Negro se abalanzó sobre la rata que de un solo golpe quedó inconsciente sobre el suelo de terrazo. Callejera, decepcionada, volvió a acurrucarse sobre su techado y entrecerró los ojos. Tendría que esperar a otra ocasión para poder cazar algo. Sabía que el sueño engañaba a su estómago y volvió a su rincón decidida a esperar la siguiente oportunidad. Otra vez el ruido de patitas golpeando en el suelo, abrió los ojos despacio, esperando encontrarse con otra presa, y se sorprendió al verlo. Eran Negro y, frente a su cara, la ratita que él empujaba, ofreciendosela.
Por la mañana se despertó bajo el calor del sol y en compañía de Negro. Como cada día se dirigió al parque, esperando oír acercarse a su benefactora con la sabrosa comida entre sus manos. Se sentía muy agradecida con ella, con todo lo que la había cuidado. Al llegar, la anciana ya estaba sentada en el banco, como siempre con el tupper de comida entre sus manos. Tranquila, como si los estuviera esperando. Se acercaron ansiosos por el manjar que les esperaba. Callejera saltó al banco y se acercó a ella. Despacio, ofreciéndole el lomo para que sus manos pequeñas y arrugadas, pero reconfortantes, le dieran sus caricias habituales. Pero la viejecita no se movió. Negro se acercó a ella y apretó su cuerpo contra su pecho el cuerpo se inclinó levemente de costado, en un extraño movimiento que los ahuyentó. Callejera Armándose de valor, que encendía el hambre, volvió a acercarse a ella. Una inmensa tristeza la invadió al darse cuenta que olía algo parecido a las ratas que, a veces, encontraba muertas. Se acurrucaron a su lado y allí estuvieron hasta que llegó la ambulancia. Esperaron sentados junto al banco hasta que la metieron dentro, y sólo entonces, ambos a la vez, reemprendieron el camino al que ahora era su techado. De mutuo acuerdo, sin saber decirse una palabra, pero sabiendo que podían confiar el uno en el otro.

sábado, 9 de abril de 2011

La amada muerte

Al igual que a algunas niñas les gusta fantasear con el día de su boda, ella desde pequeña había soñado con su muerte. Se probaba trajes oscuros, se empalidecía el rostro con polvos de talco, buscaba la mejor manera de cruzar los brazos por encima de su pecho. Jugaba a verse desde arriba, sola, rígida, tumbada en medio de raso blanco como si su cuerpo fuese una enorme hendidura que atravesara el ataúd.
En la adolescencia dedicaba esos momentos de soledad nocturna previos al sueño a planear su muerte: a veces soñaba con tirarse de gran altura, otras con ahogarse en un incendio, y algunas de ellas con la exhalación de su último suspiro, estando enferma y arrugada; y luego planeaba el entierro, la lista de invitados, la misa, quién lloraría a sus pies…

Le atormentaba la idea de la espera. Ya se había hecho adulta y nada había sucedido. Pasaba ya de los treinta y mientras la mayoría de sus amigas habían podido realizar, bien o mal, sus sueños de adolescencia, ella seguía a la espera. Iba al trabajo cruzando sin mirar, comía todo aquello que le podía provocar un infarto, había probado las drogas en dosis más que adecuadas para haberse despedido de la vida…Y nada. Nada de nada.
Su vida estaba empezando a perder sentido. Si no podía realizar su sueño estaba todo perdido… el ansia la devoraba. Ya no le satisfacía el imaginarse por las noches el largo funeral…ni le animaba pensar en el doloroso espasmo final. Empezaba a temer que era inmortal, que jamás le llegaría la hora, que de alguna manera el destino se había vuelto  en su contra obligándola a seguir existiendo.

Decidió asumirlo. Fue un paso verdaderamente difícil. Hasta el momento nunca había tenido que pensar en construir nada. Su única ilusión había sido redactar con 18 años sus últimas voluntades, para que su entierro fuera perfecto. Iba a morir, así que cualquier intento de pensar en el futuro no tenía sentido alguno. No se había cultivado para nada, no tenía ninguna pretensión ni ningún deseo…y tuvo que emprender la difícil tarea de encontrar una meta. Algo que la hiciera seguir adelante, algo en lo que pudiera ensoñarse antes de cerrar los ojos y esperar a que llegara el nuevo día.
Habló con sus amigos. Les interrogó acerca de sus sueños, de sus deseos. Por la noche, después de ponerse el pijama se metía en la cama e intentaba hacerlos suyos…se imaginaba acunando bebés, siendo una gran directiva, teniendo muchísimo dinero,  triunfando como actriz…Ninguno le servía. Ninguno le hacía sentir el nudo en el estómago, el calor en su interior, ninguno le hacía sentirse más viva.

Empezó a deambular por las noches, a beber. Visitaba los peores bares de la ciudad hasta altas horas de la madrugada intentando, con el alcohol, olvidar que su vida era un verdadero sinsentido. Una noche, en medio de una terrible borrachera, se le ocurrió salir por la puerta de atrás: Un hombre estaba acuchillando a otro, levantaba el brazo bruscamente y, una vez tras otra,   hundía el cuchillo…
De repente se dio cuenta, tal vez la muerte no la iba a venir a buscar a ella…pero tal vez ella podría ir en su busca.
Esperó, escondida y ansiosa, a que el agresor se fuera, y velozmente se acercó al hombre moribundo, tomó el puñal y le asestó brutalmente la última puñalada. Luego lo colocó bien recto, barbilla al frente y concluyó su trabajo entrecruzándole los brazos sobre el pecho. Miró su obra. Por primera vez se sentía orgullosa de ella misma.
Desde entonces salía cada noche a matar. Buscaba alguien que le demostrase de alguna manera estar pasando por el desespero que ella había sufrido antes y lo asesinaba.
Al principio cada asesinato suponía un nuevo reto, una nueva ilusión para que se le hiciera menos penoso el transcurrir del día. Empezó a leer, a documentarse: buscaba en los periódicos, que antes jamás había leído, ejemplos, inspiración; consideraba que su labor era un arte y que debía esforzarse en mejorar sus técnicas. Compró toda una colección sobre asesinos en serie y convirtió “American psycho” en su libro de cabecera. Utilizaba métodos variados, ya que adoraba ser creativa; sólo muy de vez en cuando se permitía improvisar, aunque siempre fiel a las técnicas aprendidas, no cayendo jamás en la impulsividad que podía destrozar una gran obra.
Al principio seleccionaba las víctimas de noche, pero poco a poco se dio cuenta de que los cadáveres no eran encontrados hasta la mañana siguiente y le preocupó que el “rigor mortis” impidiese a los del tanatorio hacer un buen trabajo, así que poco a poco fue adelantando las horas de sus actuaciones, de sus “ready made” como a ella le gustaba llamarlos cuando hablaba consigo misma.
Siempre llevaba cuidado en la ejecución: no quería que por nada del mundo se lastimaran la cara o las manos, era importante que después pudieran ser expuestos sin resultar desagradables; si no, ¿quién se acercaría a ellos en el tanatorio?
Mató de más de 600 formas diferentes: con navaja -la usual y la de barbero-, cuchillos en todas sus variedades, inyecciones con todo tipo de venenos -incluido el aire-, atropello (esta técnica requería de una gran precisión si uno no quería lastimarles el rostro), armas de fuego, estrangulación, ahogamiento…
Por primera vez desde la adolescencia dormía toda la noche profundamente.

Pero esa satisfacción le duró realmente poco. Se fue dando cuenta de que sus actos no eran reconocidos por nadie: la mitad de sus crímenes estaban tan bien cometidos que no daban pie a pensar que habían sido un acto voluntario; además, matar a gente que está desesperada obliga a buscar a las víctimas en tugurios de mala muerte y callejuelas estrechas, por lo que la policía achacaba sus obras de arte a un vulgar ajuste de cuentas. Su personalidad histriónica no lo soportaba. Empezó a dormir mal de nuevo, dejó de estar ilusionada con salir a cazar nuevas víctimas y la desidia se apoderó de ella lentamente, hasta que empezó a matar de forma descuidada y sin poner atención en los detalles.

Desde el primer asesinato flotaba (¿rondaba?) la posibilidad de hacerse famosa, conocida, de ser admirada por todos; y fue precisamente eso lo que la llevó a tomar la decisión final: se autoasesinaría, esa sería su gran obra. Esta vez su nombre si que aparecería en los periódicos.

Lo planificó todo, hasta lo más nimio: lo haría en el callejón de su primer asesinato, con el cuchillo de la primera de las noches que todavía conservaba como reliquia. Para ello, consiguió varios atlas de anatomía y estudió concienzudamente dónde se tenían que dar las puñaladas y desde qué ángulo, puesto que no podía quedar inconsciente con la primera. Compró una de esas pizarras vileda (una pizarra) y realizó todo un (el) croquis. Empezaría dándose una puñalada al salir de la puerta del bar. De allí hacia el contenedor se daría tres más, ninguna de ellas en la cara -no fuese a quedar mal para el entierro- y, finalmente, una en el corazón. Para darle más dramatismo a la escena, se la daría cerca de los escalones de la tienda de muñecas antiguas. Quedaría tendida inerte, como una más de ellas.

Salió de casa vestida como quien va a una boda, salvo por el color negro de su vestido; no quería que si el forense le tomaba alguna foto saliera vestida inapropiada. Tomó un taxi para dirigirse a su callejón.  Pensaba en cuánto había tardado en darse cuenta de lo fácil que era realizar su sueño, en lo simple que siempre había sido. Estaba inquieta. Por fin iba a realizar el sueño de su vida. Le atacó el miedo: no fuera que por un extraño casual muriera antes de tiempo y no pudiera realizar su gran obra: no sólo que su entierro fuese como ella había deseado, sino que también su muerte se convirtiera en su mayor obra de arte.
Llegaron. Pagó al taxista y se dirigió hacia el callejón, como una novia se dirige al altar, lenta y parsimoniosa. Se oían ruidos, gritos. De repente sintió un golpe seco en la sien.

Despertó envuelta en blanco. Al principio no entendió nada. Luego le explicaron, aunque no estaban seguros de que ella entendiese, que había habido un tiroteo, que la bala le había alcanzado, que ya no podría moverse. Estaba muerta. Viva,  pero muerta. Al principio se hundió, la frustración le corría por las venas como jamás le había sucedido. Luego sus parientes empezaron a entrar en la habitación de uno en uno y más tarde sus amigos. Todos lloraban a los pies de su cama, hablaban de lo maravillosa que era, de las fatalidades de la vida, de que todos somos nadie, de la maldita casualidad,…y ella no podía decir nada. Sonrió para sus adentros, la vida la había compensado. No había muerto, le esperaba un velatorio de tal vez cien años.

Próxima parada: culpa

El aire es espeso pese al aire acondicionado. Su cuerpo  oscila llevado por el vibrante motor y los lánguidos frenazos habituales. Fantástica sensación intrauterina,  piensa mientras el sopor delicioso la atraviesa del culo hasta la nuca.

Un tacto húmedo y frío rompe su éxtasis dejándola bruscamente perdida y enfrentada al mundo. Busca explicación y se da cuenta de que aquella humedad proviene de una ingente masa grasienta que ha decidido aposentarse a su lado y compartir su jugo con ella. El asco la invade hasta rebosar por su boca; mira al exterior huyendo de ese brazo que quiere arrancarse. Controla su primer instinto pensando en la inmensa pérdida de sangre que eso conlleva y en que no cree en generosidades como la de su vecina de asiento, que la ha hecho partícipe de sus humores destilados.
A medio camino de su punto de fuga se lo encuentra: la está mirando. Intuye que él hace rato que la observa. Hace mucho: antes del asco, antes de la humedad, antes de todo. Cuando soñaba estar lejos de aquí metida en mi fictioútero. Descubre en él un observador impune que ha seguido su deambular interno, desde el autismo fetal hasta el instintivo y terrible asco. Levanta su mirada, pero ahí siguen sus ojos. Ahí sigue él,  mirándome. ¡Qué cerdo! ¿Qué coño mira ese puto búho? ¿Quién se ha creído que es? Se siente íntimamente violada, expuesta, culpable. Él sabe de su mezquindad, de su egoísmo. Él ha visto sus náuseas. La vergüenza le baja la mirada. Se revuelve en la silla abandonando la postura que le había propiciado el vaivén del autobús. Le molesta la ropa, sus pantalones se le han quedado pequeños, la ciñen. Su cuerpo se ha hinchado  imprebisiblemente y sin razón.  Se mueve inquieta a la caza del confort, pero la comodidad la ha abandonado…Decide desafiarlo, mirarlo a los ojos. Cabrón, aparta la mirada, ¿qué crees?, ¿Qué esta vez también apartaré la mirada? Ni lo sueñes. Y la rabia asciende, se condensa en su nuca. Su lengua ya no cabe en su boca, su pecho no puede contener el aire, ¡Va! ¡Dime algo! ¿No te has dado cuenta de quién soy? Dime lo que piensas si tienes cojones…Sé tú el que pone ahora cara asco. Quiere su vergüenza y arrepentimiento, que también él se sienta observado, pillado. Pero él la sigue mirando sin inmutarse, inflexivo, y con la mirada vacía. 
 Llegan a plaza España y un terrible gentío entra en el autobús. Ahora se producirá la cacería diaria  en que los arrugados carroñeros pelearán por un asiento. La acuna la mezquindad de los otros y se siente mejor. El autobús se vuelve a poner en marcha. Viendo a la manada se le ha olvidado el juez. Gira la cabeza y no lo ve. Una ancianita, que a ella se le antoja dulce, se interpone entre los dos. Se conmueve de la viejecita y decide cederle su sitio. ¿Ves? Tú ni te has movido,  en cambio yo... así te darás cuenta de que no hay que juzgar apresuradamente a los demás. Se levanta y le indica con un gesto a la abuelita que le cede el sitio, - no hace falta -,  pero ella no lo ve: está de pie, intentando esquivar las piernas de su acompañante de asiento, a la que no quiere volver a rozar. Por fin,  escapa del asiento y  busca a la abuelita a la que  no encuentra donde ella esperaba. El autobús frena, se abren las puertas y la abuelita reacciona ante su rabia -es que ya era mi parada… -Se siente en evidencia,  la está mirando, quiere volver a su sitio; una larga y flaca cacatúa ha sido más veloz y ya se ha aposentado mirando por la ventana para evitar enfrentamientos. Tiene que quedarse de pie, en medio del gentío.
 ¡De pie me ve toda! Ahora, no sólo juzga su reacción, también su cuerpo, su ropa. Inclina la cabeza y se repasa: los zapatos  deformados y algo sucios de polvo, la camisa abriéndosele, tensa, a la altura del pecho y la chaqueta mal puesta y deformada por culpa de un bolso demasiado lleno. Instintivamente sacude la camisa ¿de qué? Y pone su atención en la siempre presente tripita que le marca ese pantalón. Tiene que sujetarse a la barandilla superior, y entonces cae en la cuenta y encima, esta mañana voy y no me ducho, ¿y si huelo?,  ¿y si alguien se acerca, le huelo mal y hace algún gesto?, ¿y si él lo ve? Se siente sucia, asquerosa. Se avergüenza de ella misma. Se repliega hacia su ombligo. Ahora no es capaz de desafiar a nadie. Por fin se va vaciando el autobús y consigue sentarse lejos de él, encogiéndose en su asiento y deseando que él  baje ya,  su parada es la última.
Se suceden las paradas y él ni se mueve. Impasible la mira constantemente y se deja mecer por la oscilación del autobús. Ansiosa se dirige hacia la puerta, recién arranca el autobús de la penúltima parada. Mueve inquieta la pierna, tanto que cualquiera que la viese pensaría que se orina. Frena el autobús y no entiende cómo, a juzgar por lo lentas que luego se mueven, se le adelantan dos caracoles arrugados retrasando todavía más su escapada. Baja. Siente el aire sobre su piel, y la sensación es tan intensa que debe respirar lentamente para recuperarse. Empieza a andar en dirección al trabajo pero no consigue deshacerse de esa sensación de sucia y mezquina que se ha apoderado de ella. No puedo, no puedo, no puedo. Anda cada vez más despacio  Hoy no puedo. Nada, ¡si nunca he faltado...!  Voy a coger un taxi y me vuelvo para casa. Saca el móvil del bolso y empieza a llamar Les digo que no estoy bien, que no puedo ir... Necesito una ducha, jabón, un guante de crin  y dormir, dormir mucho.
                       
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Javier,  como en cada final de línea, para el motor. Tiene diez minutos antes de  empezar el recorrido de vuelta. Saca su bolsa y busca el bocadillo que ha traído para almorzar. Me lo como ya, ¡que hoy tengo un hambre! Pero primero la ronda, que así me lo como al final del bus…que si no me molestan preguntándome que cuándo salgo…Empieza a andar para el fondo de coche y entonces lo ve. Sentado al lado de la ventanilla – A ver, ¡venga!, ¡que ya hemos llegao!, vaaamos, levántese- otro borracho más, piensa -¡venga!, ¡no me dé la mañana!  ¡Vaya a dormir a otra parte!- se acerca y le pone una mano en el hombro- ¡despierte!, ¡que es de día!- 
Le dijeron que debía de  haber muerto al poco de sentarse. Javier  lo recordaba, cuando había subido casi al inicio de la línea, estaba acalorado y sudoroso pero siendo julio no le dio más importancia. Si era cierto lo que decía el forense…había muerto nada más sentarse. ¡Ahora si tengo historia que contarle a la morena!,  y de paso le preguntaré qué le pasaba hoy, que hacía tan mala cara y ha bajado sin ni decirme adiós.