sábado, 16 de abril de 2011

Breve historia de una gata

Ovillada sobre sí misma se lamía una de sus patas lentamente. Le dolía, pero sabía instintivamente que debía lamerla para que curase, para que cicatrizase, para que no le doliera tanto como las dos que llevaba en la espalda, y que habían curado mal y tarde. Su aspecto, despeinado y melenudo, con el lomo cruzado por dos largas cicatrices sin pelo, la identificaba como una autentica gata callejera. Pese a su pelo atigrado y suave, propio de una gata de angora, se adivinaba de lejos que había vivido más de una reyerta a muerte.
Adoraba estar tumbada bajo el sol…esperando a que cayera la tarde y pudiera salir a cazar pequeños ratones. O que viniera aquella viejecita al parque con su "tupper" repleto de comida para gatos y su tazón de leche. Siempre le dejaba ser la primera. Se ponía de pie en mitad de la plaza y los llamaba. Pero, hasta que no llegaba ella, no se agachaba. Entonces, manteniendo con esfuerzo el equilibrio, agarraba un poco de la comida y se la daba a ella, por más que los demás gatos maullaran cuanto quisieran. Sólo después dejaba el tuper viejo y desgastado en el suelo para que comieran los demás. Mientras Callejera comía  le acariciaba el lomo y repetía en voz baja, casi para sus adentros: Tan bonita y tan marcada…casi tan marcada como yo. La gata, no entendía que significaban aquellas palabras pero adoraba aquellas manos que la recorrían desde la cabeza hasta la cola, y le hacían ronronear.
Llevaba horas tumbada al sol cuando por fin la vio aparecer, llegaba andando algo más despacio que habitualmente, y en esta ocasión sostenía entre sus manos algo negro, que desde lejos no podía llegar a identificar. Saltó lo más rápido que pudo del techado y se dirigió, cojeando levemente, hacia la anciana. Mira, volviendo a hablar en aquella voz débil y tranquila, aquí vas a estar perfectamente, no estarás sólo y seguro que no soy la única que les trae comida a diario. Callejera no entendía nada, ¿por qué no la miraba? ¡Cómo le gustaría poder entender lo que decían los humanos! Sabía que estaba triste, olía diferente, pero no comprendía por qué. Mientras se frotaba insistentemente contra las piernas de su benefactora pudo ver dos pequeños puntos de luz entre sus brazos. ¡Era uno de los suyos! La viejecita se inclinó hacia delante lentamente, y temblandole las piernas lo dejó en el suelo. Callejera se le acercó con curiosidad, y con algo de miedo, no sería el primer zarpazo que se llevara por ser más curiosa de la cuenta. Olía diferente a todos los demás. Olía como las manos de la anciana, no a cloaca, a rata vieja y a cubo de basura. Su pelaje estaba limpio y no tenía ninguna cicatriz, ni le faltaba ningún ojo como a la mayoría. Se acercó a olisquearlo. Negro, se quedó quieto. La dejó olisquear. Tranquilo, ella es mi preferida, es tranquila y buena… y ha sufrido tanto como yo murmuraba la anciana.  Callejera daba vueltas alrededor de ella, era un macho, estaba segura, pero no actuaba como los demás. Estaba cansada de tener que salir huyendo de ellos, de que marcaran su terreno, de que se le comieran su comida. Siempre eran más grandes y fuertes que ella, y no sería la primera vez que le robaban alguna pieza de entre sus garras.
De repente, su benefactora se apartó de los dos y fue a sentar-se en un banco a la sombra. Callejera empezó a seguirla maullando cada vez más fuerte en busca de su ración de caricias y comida. Al llegar al banco, saltó al lado de la anciana y negro la siguió. Sabía que algo no iba bien. Se lo decían sus bigotes y su olfato, y la vibración extraña que notaban sus patitas al apoyarse en el pecho de la anciana mientras se frotaba contra ella. Abrió el "tupper" y Callejera se acercó a él. Lentamente, sin perder la atención de cualquier movimiento que pudiera hacer Negro, no fuera a darle un zarpazo o morderle el pescuezo. Pero Negro no se movía, permanecía pegado a la viejecita y esperó hasta que ella empezó a comer para aproximarse a ella y empezar a comer también. Callejera se tranquilizó. Vas a ser muy feliz aquí murmuraba la anciana, si ella ha sabido sobrevivir,…es mi preferida, tratamela bien…no seas malo,…y los acariciaba a ambos a la vez y sonreía.
Los dos gatos comían tranquilamente mientras el resto maullaba a los pies de la anciana. Algo cambió: los gatos empezaron a maullar más fuerte. La anciana dejó de acariciarlos y tres o cuatro gatos saltaron a por su ración. Callejera escapó como pudo de la marabunta de gatos hambrientos y corrió a su techado a guarecerse. Cuando ya se creía a salvo sintió su presencia a sus espaldas. Se le erizó el bello. Pero Negro seguía quieto, tranquilo, mirándola con curiosidad, como sorprendido. Callejera se sintió a salvo y decidió hacerse una bola en su rincón. Y él, segundos después, se acurrucó a su lado.
Un ruido de pequeñas pisadas la despertó. Una pequeña rata se movía nerviosamente entre los escombros, justo debajo de donde ella estaba. Se agazapó y se concentró. Sabía por experiencia que si quería cazarla debía adivinar hacía donde iba a dirigirse cuando la viera saltar sobre ella. Tenía hambre. La ratita se movía indefensa entre las basuras, y si avanzaba un poco más hacia la pared la podría arrinconar fácilmente. Tensó sus músculos preparándose para el salto, sintió el dolor en su pata herida, la excitación de la caza. De la nada, una mancha oscura le pasó por delante. Negro se abalanzó sobre la rata que de un solo golpe quedó inconsciente sobre el suelo de terrazo. Callejera, decepcionada, volvió a acurrucarse sobre su techado y entrecerró los ojos. Tendría que esperar a otra ocasión para poder cazar algo. Sabía que el sueño engañaba a su estómago y volvió a su rincón decidida a esperar la siguiente oportunidad. Otra vez el ruido de patitas golpeando en el suelo, abrió los ojos despacio, esperando encontrarse con otra presa, y se sorprendió al verlo. Eran Negro y, frente a su cara, la ratita que él empujaba, ofreciendosela.
Por la mañana se despertó bajo el calor del sol y en compañía de Negro. Como cada día se dirigió al parque, esperando oír acercarse a su benefactora con la sabrosa comida entre sus manos. Se sentía muy agradecida con ella, con todo lo que la había cuidado. Al llegar, la anciana ya estaba sentada en el banco, como siempre con el tupper de comida entre sus manos. Tranquila, como si los estuviera esperando. Se acercaron ansiosos por el manjar que les esperaba. Callejera saltó al banco y se acercó a ella. Despacio, ofreciéndole el lomo para que sus manos pequeñas y arrugadas, pero reconfortantes, le dieran sus caricias habituales. Pero la viejecita no se movió. Negro se acercó a ella y apretó su cuerpo contra su pecho el cuerpo se inclinó levemente de costado, en un extraño movimiento que los ahuyentó. Callejera Armándose de valor, que encendía el hambre, volvió a acercarse a ella. Una inmensa tristeza la invadió al darse cuenta que olía algo parecido a las ratas que, a veces, encontraba muertas. Se acurrucaron a su lado y allí estuvieron hasta que llegó la ambulancia. Esperaron sentados junto al banco hasta que la metieron dentro, y sólo entonces, ambos a la vez, reemprendieron el camino al que ahora era su techado. De mutuo acuerdo, sin saber decirse una palabra, pero sabiendo que podían confiar el uno en el otro.

sábado, 9 de abril de 2011

La amada muerte

Al igual que a algunas niñas les gusta fantasear con el día de su boda, ella desde pequeña había soñado con su muerte. Se probaba trajes oscuros, se empalidecía el rostro con polvos de talco, buscaba la mejor manera de cruzar los brazos por encima de su pecho. Jugaba a verse desde arriba, sola, rígida, tumbada en medio de raso blanco como si su cuerpo fuese una enorme hendidura que atravesara el ataúd.
En la adolescencia dedicaba esos momentos de soledad nocturna previos al sueño a planear su muerte: a veces soñaba con tirarse de gran altura, otras con ahogarse en un incendio, y algunas de ellas con la exhalación de su último suspiro, estando enferma y arrugada; y luego planeaba el entierro, la lista de invitados, la misa, quién lloraría a sus pies…

Le atormentaba la idea de la espera. Ya se había hecho adulta y nada había sucedido. Pasaba ya de los treinta y mientras la mayoría de sus amigas habían podido realizar, bien o mal, sus sueños de adolescencia, ella seguía a la espera. Iba al trabajo cruzando sin mirar, comía todo aquello que le podía provocar un infarto, había probado las drogas en dosis más que adecuadas para haberse despedido de la vida…Y nada. Nada de nada.
Su vida estaba empezando a perder sentido. Si no podía realizar su sueño estaba todo perdido… el ansia la devoraba. Ya no le satisfacía el imaginarse por las noches el largo funeral…ni le animaba pensar en el doloroso espasmo final. Empezaba a temer que era inmortal, que jamás le llegaría la hora, que de alguna manera el destino se había vuelto  en su contra obligándola a seguir existiendo.

Decidió asumirlo. Fue un paso verdaderamente difícil. Hasta el momento nunca había tenido que pensar en construir nada. Su única ilusión había sido redactar con 18 años sus últimas voluntades, para que su entierro fuera perfecto. Iba a morir, así que cualquier intento de pensar en el futuro no tenía sentido alguno. No se había cultivado para nada, no tenía ninguna pretensión ni ningún deseo…y tuvo que emprender la difícil tarea de encontrar una meta. Algo que la hiciera seguir adelante, algo en lo que pudiera ensoñarse antes de cerrar los ojos y esperar a que llegara el nuevo día.
Habló con sus amigos. Les interrogó acerca de sus sueños, de sus deseos. Por la noche, después de ponerse el pijama se metía en la cama e intentaba hacerlos suyos…se imaginaba acunando bebés, siendo una gran directiva, teniendo muchísimo dinero,  triunfando como actriz…Ninguno le servía. Ninguno le hacía sentir el nudo en el estómago, el calor en su interior, ninguno le hacía sentirse más viva.

Empezó a deambular por las noches, a beber. Visitaba los peores bares de la ciudad hasta altas horas de la madrugada intentando, con el alcohol, olvidar que su vida era un verdadero sinsentido. Una noche, en medio de una terrible borrachera, se le ocurrió salir por la puerta de atrás: Un hombre estaba acuchillando a otro, levantaba el brazo bruscamente y, una vez tras otra,   hundía el cuchillo…
De repente se dio cuenta, tal vez la muerte no la iba a venir a buscar a ella…pero tal vez ella podría ir en su busca.
Esperó, escondida y ansiosa, a que el agresor se fuera, y velozmente se acercó al hombre moribundo, tomó el puñal y le asestó brutalmente la última puñalada. Luego lo colocó bien recto, barbilla al frente y concluyó su trabajo entrecruzándole los brazos sobre el pecho. Miró su obra. Por primera vez se sentía orgullosa de ella misma.
Desde entonces salía cada noche a matar. Buscaba alguien que le demostrase de alguna manera estar pasando por el desespero que ella había sufrido antes y lo asesinaba.
Al principio cada asesinato suponía un nuevo reto, una nueva ilusión para que se le hiciera menos penoso el transcurrir del día. Empezó a leer, a documentarse: buscaba en los periódicos, que antes jamás había leído, ejemplos, inspiración; consideraba que su labor era un arte y que debía esforzarse en mejorar sus técnicas. Compró toda una colección sobre asesinos en serie y convirtió “American psycho” en su libro de cabecera. Utilizaba métodos variados, ya que adoraba ser creativa; sólo muy de vez en cuando se permitía improvisar, aunque siempre fiel a las técnicas aprendidas, no cayendo jamás en la impulsividad que podía destrozar una gran obra.
Al principio seleccionaba las víctimas de noche, pero poco a poco se dio cuenta de que los cadáveres no eran encontrados hasta la mañana siguiente y le preocupó que el “rigor mortis” impidiese a los del tanatorio hacer un buen trabajo, así que poco a poco fue adelantando las horas de sus actuaciones, de sus “ready made” como a ella le gustaba llamarlos cuando hablaba consigo misma.
Siempre llevaba cuidado en la ejecución: no quería que por nada del mundo se lastimaran la cara o las manos, era importante que después pudieran ser expuestos sin resultar desagradables; si no, ¿quién se acercaría a ellos en el tanatorio?
Mató de más de 600 formas diferentes: con navaja -la usual y la de barbero-, cuchillos en todas sus variedades, inyecciones con todo tipo de venenos -incluido el aire-, atropello (esta técnica requería de una gran precisión si uno no quería lastimarles el rostro), armas de fuego, estrangulación, ahogamiento…
Por primera vez desde la adolescencia dormía toda la noche profundamente.

Pero esa satisfacción le duró realmente poco. Se fue dando cuenta de que sus actos no eran reconocidos por nadie: la mitad de sus crímenes estaban tan bien cometidos que no daban pie a pensar que habían sido un acto voluntario; además, matar a gente que está desesperada obliga a buscar a las víctimas en tugurios de mala muerte y callejuelas estrechas, por lo que la policía achacaba sus obras de arte a un vulgar ajuste de cuentas. Su personalidad histriónica no lo soportaba. Empezó a dormir mal de nuevo, dejó de estar ilusionada con salir a cazar nuevas víctimas y la desidia se apoderó de ella lentamente, hasta que empezó a matar de forma descuidada y sin poner atención en los detalles.

Desde el primer asesinato flotaba (¿rondaba?) la posibilidad de hacerse famosa, conocida, de ser admirada por todos; y fue precisamente eso lo que la llevó a tomar la decisión final: se autoasesinaría, esa sería su gran obra. Esta vez su nombre si que aparecería en los periódicos.

Lo planificó todo, hasta lo más nimio: lo haría en el callejón de su primer asesinato, con el cuchillo de la primera de las noches que todavía conservaba como reliquia. Para ello, consiguió varios atlas de anatomía y estudió concienzudamente dónde se tenían que dar las puñaladas y desde qué ángulo, puesto que no podía quedar inconsciente con la primera. Compró una de esas pizarras vileda (una pizarra) y realizó todo un (el) croquis. Empezaría dándose una puñalada al salir de la puerta del bar. De allí hacia el contenedor se daría tres más, ninguna de ellas en la cara -no fuese a quedar mal para el entierro- y, finalmente, una en el corazón. Para darle más dramatismo a la escena, se la daría cerca de los escalones de la tienda de muñecas antiguas. Quedaría tendida inerte, como una más de ellas.

Salió de casa vestida como quien va a una boda, salvo por el color negro de su vestido; no quería que si el forense le tomaba alguna foto saliera vestida inapropiada. Tomó un taxi para dirigirse a su callejón.  Pensaba en cuánto había tardado en darse cuenta de lo fácil que era realizar su sueño, en lo simple que siempre había sido. Estaba inquieta. Por fin iba a realizar el sueño de su vida. Le atacó el miedo: no fuera que por un extraño casual muriera antes de tiempo y no pudiera realizar su gran obra: no sólo que su entierro fuese como ella había deseado, sino que también su muerte se convirtiera en su mayor obra de arte.
Llegaron. Pagó al taxista y se dirigió hacia el callejón, como una novia se dirige al altar, lenta y parsimoniosa. Se oían ruidos, gritos. De repente sintió un golpe seco en la sien.

Despertó envuelta en blanco. Al principio no entendió nada. Luego le explicaron, aunque no estaban seguros de que ella entendiese, que había habido un tiroteo, que la bala le había alcanzado, que ya no podría moverse. Estaba muerta. Viva,  pero muerta. Al principio se hundió, la frustración le corría por las venas como jamás le había sucedido. Luego sus parientes empezaron a entrar en la habitación de uno en uno y más tarde sus amigos. Todos lloraban a los pies de su cama, hablaban de lo maravillosa que era, de las fatalidades de la vida, de que todos somos nadie, de la maldita casualidad,…y ella no podía decir nada. Sonrió para sus adentros, la vida la había compensado. No había muerto, le esperaba un velatorio de tal vez cien años.

Próxima parada: culpa

El aire es espeso pese al aire acondicionado. Su cuerpo  oscila llevado por el vibrante motor y los lánguidos frenazos habituales. Fantástica sensación intrauterina,  piensa mientras el sopor delicioso la atraviesa del culo hasta la nuca.

Un tacto húmedo y frío rompe su éxtasis dejándola bruscamente perdida y enfrentada al mundo. Busca explicación y se da cuenta de que aquella humedad proviene de una ingente masa grasienta que ha decidido aposentarse a su lado y compartir su jugo con ella. El asco la invade hasta rebosar por su boca; mira al exterior huyendo de ese brazo que quiere arrancarse. Controla su primer instinto pensando en la inmensa pérdida de sangre que eso conlleva y en que no cree en generosidades como la de su vecina de asiento, que la ha hecho partícipe de sus humores destilados.
A medio camino de su punto de fuga se lo encuentra: la está mirando. Intuye que él hace rato que la observa. Hace mucho: antes del asco, antes de la humedad, antes de todo. Cuando soñaba estar lejos de aquí metida en mi fictioútero. Descubre en él un observador impune que ha seguido su deambular interno, desde el autismo fetal hasta el instintivo y terrible asco. Levanta su mirada, pero ahí siguen sus ojos. Ahí sigue él,  mirándome. ¡Qué cerdo! ¿Qué coño mira ese puto búho? ¿Quién se ha creído que es? Se siente íntimamente violada, expuesta, culpable. Él sabe de su mezquindad, de su egoísmo. Él ha visto sus náuseas. La vergüenza le baja la mirada. Se revuelve en la silla abandonando la postura que le había propiciado el vaivén del autobús. Le molesta la ropa, sus pantalones se le han quedado pequeños, la ciñen. Su cuerpo se ha hinchado  imprebisiblemente y sin razón.  Se mueve inquieta a la caza del confort, pero la comodidad la ha abandonado…Decide desafiarlo, mirarlo a los ojos. Cabrón, aparta la mirada, ¿qué crees?, ¿Qué esta vez también apartaré la mirada? Ni lo sueñes. Y la rabia asciende, se condensa en su nuca. Su lengua ya no cabe en su boca, su pecho no puede contener el aire, ¡Va! ¡Dime algo! ¿No te has dado cuenta de quién soy? Dime lo que piensas si tienes cojones…Sé tú el que pone ahora cara asco. Quiere su vergüenza y arrepentimiento, que también él se sienta observado, pillado. Pero él la sigue mirando sin inmutarse, inflexivo, y con la mirada vacía. 
 Llegan a plaza España y un terrible gentío entra en el autobús. Ahora se producirá la cacería diaria  en que los arrugados carroñeros pelearán por un asiento. La acuna la mezquindad de los otros y se siente mejor. El autobús se vuelve a poner en marcha. Viendo a la manada se le ha olvidado el juez. Gira la cabeza y no lo ve. Una ancianita, que a ella se le antoja dulce, se interpone entre los dos. Se conmueve de la viejecita y decide cederle su sitio. ¿Ves? Tú ni te has movido,  en cambio yo... así te darás cuenta de que no hay que juzgar apresuradamente a los demás. Se levanta y le indica con un gesto a la abuelita que le cede el sitio, - no hace falta -,  pero ella no lo ve: está de pie, intentando esquivar las piernas de su acompañante de asiento, a la que no quiere volver a rozar. Por fin,  escapa del asiento y  busca a la abuelita a la que  no encuentra donde ella esperaba. El autobús frena, se abren las puertas y la abuelita reacciona ante su rabia -es que ya era mi parada… -Se siente en evidencia,  la está mirando, quiere volver a su sitio; una larga y flaca cacatúa ha sido más veloz y ya se ha aposentado mirando por la ventana para evitar enfrentamientos. Tiene que quedarse de pie, en medio del gentío.
 ¡De pie me ve toda! Ahora, no sólo juzga su reacción, también su cuerpo, su ropa. Inclina la cabeza y se repasa: los zapatos  deformados y algo sucios de polvo, la camisa abriéndosele, tensa, a la altura del pecho y la chaqueta mal puesta y deformada por culpa de un bolso demasiado lleno. Instintivamente sacude la camisa ¿de qué? Y pone su atención en la siempre presente tripita que le marca ese pantalón. Tiene que sujetarse a la barandilla superior, y entonces cae en la cuenta y encima, esta mañana voy y no me ducho, ¿y si huelo?,  ¿y si alguien se acerca, le huelo mal y hace algún gesto?, ¿y si él lo ve? Se siente sucia, asquerosa. Se avergüenza de ella misma. Se repliega hacia su ombligo. Ahora no es capaz de desafiar a nadie. Por fin se va vaciando el autobús y consigue sentarse lejos de él, encogiéndose en su asiento y deseando que él  baje ya,  su parada es la última.
Se suceden las paradas y él ni se mueve. Impasible la mira constantemente y se deja mecer por la oscilación del autobús. Ansiosa se dirige hacia la puerta, recién arranca el autobús de la penúltima parada. Mueve inquieta la pierna, tanto que cualquiera que la viese pensaría que se orina. Frena el autobús y no entiende cómo, a juzgar por lo lentas que luego se mueven, se le adelantan dos caracoles arrugados retrasando todavía más su escapada. Baja. Siente el aire sobre su piel, y la sensación es tan intensa que debe respirar lentamente para recuperarse. Empieza a andar en dirección al trabajo pero no consigue deshacerse de esa sensación de sucia y mezquina que se ha apoderado de ella. No puedo, no puedo, no puedo. Anda cada vez más despacio  Hoy no puedo. Nada, ¡si nunca he faltado...!  Voy a coger un taxi y me vuelvo para casa. Saca el móvil del bolso y empieza a llamar Les digo que no estoy bien, que no puedo ir... Necesito una ducha, jabón, un guante de crin  y dormir, dormir mucho.
                       
                               *******************************************************************
Javier,  como en cada final de línea, para el motor. Tiene diez minutos antes de  empezar el recorrido de vuelta. Saca su bolsa y busca el bocadillo que ha traído para almorzar. Me lo como ya, ¡que hoy tengo un hambre! Pero primero la ronda, que así me lo como al final del bus…que si no me molestan preguntándome que cuándo salgo…Empieza a andar para el fondo de coche y entonces lo ve. Sentado al lado de la ventanilla – A ver, ¡venga!, ¡que ya hemos llegao!, vaaamos, levántese- otro borracho más, piensa -¡venga!, ¡no me dé la mañana!  ¡Vaya a dormir a otra parte!- se acerca y le pone una mano en el hombro- ¡despierte!, ¡que es de día!- 
Le dijeron que debía de  haber muerto al poco de sentarse. Javier  lo recordaba, cuando había subido casi al inicio de la línea, estaba acalorado y sudoroso pero siendo julio no le dio más importancia. Si era cierto lo que decía el forense…había muerto nada más sentarse. ¡Ahora si tengo historia que contarle a la morena!,  y de paso le preguntaré qué le pasaba hoy, que hacía tan mala cara y ha bajado sin ni decirme adiós. 

martes, 5 de abril de 2011

La pérdida


Cuándo se levantó aquella mañana apenas notó algo más que una cierta ligereza que creía no haber sentido la noche antes. Todo transcurrió al mismo ritmo de siempre. Se levantó y casi sonámbulo y rascándose un huevo con la mano derecha, que le picaba como cada mañana, se metió en la ducha y dejo caer el agua caliente. Aunque era todavía finales de agosto le encantaba sentir el agua bien caliente sobre su piel. Salió de la ducha y después de afeitarse y vestirse se preparó un buen desayuno. Un bocadillo de sobrasada, un zumo y un buen café con leche para empezar el día. Mientras recogía las migas de encima de la cocina miró de reojo el reloj y se dio cuenta de que si no corría iba a perder el autobús, y el siguiente siempre iba demasiado lleno. Salió con prisas de casa, corriendo, y al llegar al ascensor tuvo esa sensación tan indescriptible de haberse dejado algo. La sensación le hormigueó en el estómago y le hizo sentir una náusea de mal presentimiento.
Ahora, mientras busca en los cajones de su apartamento, no entiende como puede haber perdido algo así. Mira por todas partes, pero tampoco sabe muy bien que aspecto tiene, recuerda que la noche anterior le dolía un poco, ligeramente, que le pesaba al intentar dormir. Pero no sabe que ha hecho con él. Probablemente, en sueños, me lo habré arrancado y tirado bajo la cama pero no, ahí no está, tal vez, sin darme cuenta lo haya puesto a lavar junto con el pijama…esperemos que no destiña demasiado,… Pero no, tampoco. No sabe dónde mirar, ni tan siquiera está seguro de cuándo fue la última vez que lo utilizó. Intenta recordar pero no está seguro. Tal vez sencillamente se haya secado, y ya ni lo note. Tal vez esté ahí consumiéndose a sí mismo. Todavía no había sido capaz de mirarse, de ver qué hueco, qué vacio había dejado en él. Se acerca al espejo de la habitación, y con mirada  inquieta y asustada, observa su reflejo mientras lentamente se quita la camiseta. Un agujero, eso era todo lo que tenía. Un hoyo, del tamaño de un puño casi en el centro del pecho, a la altura del pezón. En su lado izquierdo. De repente le recuerda al agujero de un donut, pero no es capaz de sonreír. Ha perdido el corazón y no sabe si va ser capaz de recuperarlo.



Los primeros días se los ha pasado buscándolo, intranquilo y nervioso, Ahora, ha empezado a asumir la realidad: es muy probable que no lo recupere nunca. Se ha apoderado de él una cierta desidia que le empuja a no hacer nada, a no moverse, a no experimentar. Jamás ha sido muy racional, más bien era de los que se movía por corazonadas, por impulsos. Y como no las pongan a la venta en la farmacia a él ya no le queda ninguno. Así que su vida es mucho más sistemática que antes, rutinaria, y probablemente más aséptica que nunca. Todo lo que hace responde a una razón lógica, plausible y cómoda que le permite subsistir un minuto más, una hora más. La única sensación que le agobia alguna vez es la ansiedad o la angustia, que alojada en su estómago, le provoca algun que otro malestar.


Hace ya un par de días que su estómago se le queja. Le gruñe por las mañanas al levantarse. Cuando come, no para de moverse agitadamente y le obliga a regurgitar bilis y jugos gástricos. Parece que esté enfadado. Él, por las noches, le da un protector gástrico, y espera que se calme. Pero ya se ha dado cuenta que la ansiedad lo corroe. Y tiene miedo, tiene miedo de que su estómago también lo abandone como lo hizo su corazón. De ir a comer mañana y darse cuenta que ya no puede digerir nada. Que se haya cansado de ser el único que siente ansiedades y ha elegido la huida, el camino más fácil.
Se acuerda de su corazón. No lo añora. No puede. El último recuerdo que tiene de él sería doloroso si todavía ocupara su lugar, pero como ya no está, solamente puede recordar los hechos. Estaba triste, muy triste y se quejó. Le chilló, le dijo que no quería estar más tiempo así. No sabe más. Cree, elucubra - siempre desde el raciocinio- que probablemente se fuera enfadado; y teme que su estómago va a hacer lo mismo. La incerteza se apodera de su cerebro, la duda le corroe y empieza a notar su sabor metálico en la boca.  Su cabeza se ve inmersa en la duda y sacudida por la inseguridad. Para cuando quiere darse cuenta, la impotencia lo ha inundado de tal modo que ya no es capaz de mantenerse firme:  todo le da vueltas. No sabe lo que quiere, si su corazón volverá o,  si su estómago huirá, entre pequeñas convulsiones,  mientras  su cerebro se apagará en un mar de dudas. Y eso, eso supondría la muerte
.
En un pequeño atisbo de supervivencia instintiva su cuerpo se contrae y con un dolor infinito y agudo se despierta entre sollozos. Su cama está empapada en sudor, su almohada llena de sus lágrimas y un dolor terrible se apodera de su pecho, mientras, su estómago se encoge por la ansiedad y su mente piensa acelerada. Ha sido un sueño, se tranquiliza. Se siente sólo y todo su cuerpo lo sufre. Está sólo, y duele. La soledad es la más dura de las sensaciones. Pero ahí están: sus sentimientos. Corazón, estómago y mente siguen con él. Y hay en ese dolor un cierto alivio, jodido, pero sigue vivo.

domingo, 3 de abril de 2011

Deshilvanada


Se retuerce hacia los pies de la cama y le parece todo muy lejano. No se había dado cuenta de cómo su mundo había empezado a deshilvanarse por un costado.Tampoco se había dado cuenta de cuándo se había iniciado el proceso. Ni de dónde se había enganchado el hilo que había empezado a, lentamente y sin freno,  destejer todo el mosaico de recuerdos que ya no poseía. Sabía que el origen tenía que haber sido hacía tiempo. En algún punto suelto, con algún pequeño clavo o saliente. Con uno de esos pequeños detalles que se habían astillado, o tal vez con algo mayor, más cortante, más hiriente. Sentía la tensión del hilo, tirando y arrancando los puntos de uno en uno, desdibujando pasadas, desdibujando líneas que formaban dibujos, imágenes, recuerdos. Sabe que no va a poder rehilarse, rehacerse, que le faltan ya demasiadas puntadas y que su hilo está muy desgastado. Y sólo quiere que el hilo se rompa. Que se tense, tanto, que ceda a su propio peso antes que llegue a desintegrarse entera.
Ha desaparecido uno de los niños, el que veía de lejos, al final de la tela, y los árboles, y la casa con la fuente. Ya no están, no volverán. Aunque la tejan de nuevo, aunque remienden y añadan otros pedazos, ese dibujo en concreto ya no formará más parte de ella.
De repente nota como la levantan, la extienden, una mano pasa por encima, busca el hilo, el enganche que la atormenta, y lo corta. La mano la trata con dulzura. La acerca y una nariz inquieta, la huele, y unos ojos nostálgicos la ayudan a colocarse en su lugar. La ayudan a doblarse, a componerse. Y nota como se acerca la aguja, como la atraviesa el hilo, como sus puntos sueltos son recogidos.
-Ya está, así no se deshará más- lo dice mirando a su hijo con una leve tristeza en la mirada- Es una pena que haya perdido los cuadritos del final. Tendría que haberme dado cuenta antes, no tendría que haber permitido que acabara en estas condiciones la colcha familiar…

La ventana



-Anda, ven aquí…-y la ciñe por la cintura acercándola a su pelvis-
-Para quieto, veenga, ¡espera!, ¡que corro las cortinas!- él, sin soltarla, le desabrocha la camisa y le toca los pechos, apretándoselos – Quieeto, vaa, ¡Nos van a ver…! -se retuerce intentando liberarse de sus manos, sin atreverse a echarlo, implorando que la suelte, sin exigirlo. Javier no la deja ir. La empuja con su cuerpo, le aprieta carne con sus inquietas manos y la  lleva hasta el sofá. Carga su peso sobre ella mientras  le abre las piernas y se desabrocha el pantalón. Elisa, por mantener la tregua, se deja penetrar a plena luz del día.

Se levanta mareada, cree ver una sombra en la ventana de enfrente. Clava su mirada en ella. Allí está. ¡Dios! ¡Nos ha visto! piensa, y le inunda tal vergüenza que es incapaz de decirle nada a Javier. La cabeza se mueve rápidamente y desaparece Él también sabe que le he visto -piensa- Seguro que no  volverá a mirar.

Pero algo ha sacudido a  Elisa. Ha surgido de la nada una puerta que la lleva hacia ella misma. Cualquier gesto que hace en su habitación lo hace para él. Se despierta por las mañanas y se regala su propia imagen desnuda por la habitación.  Le encanta sobrevolar la escena: ella vistiéndose despacio, él desnudo, de pie, masturbándose mientras la observa, o extendiendo su mano y jugando a repasar su silueta con la punta de su índice mientras la sangre pugna por salírsele del cuerpo. Por las noches le fascina saber que si enciende la luz él la verá. Tiene tantos deseos de volverlo loco, como se está volviendo ella,  que cada noche acaba despertando a Javier por debajo de las sábanas para montarlo medio dormido, mientras ella, con el torso desnudo, alarga un brazo hacia la lámpara de la mesita de noche y se entrega a su voayeur.
 

Ya no quiere cerrar las cortinas cuando Javier la aborda en el comedor, y él se siente el macho ganador, el cazador que regresa con la pieza más grande. No hay persianas forzosamente cerradas, no hay posturas que ella considere denigrantes, no existe el NO. Por primera vez,  todo vale.


Están en el salón. No ha llegado al sofá con la bebida cuando ella se le acerca y da un sorbo a su cerveza. Le devuelve la botella mirándole a los ojos y, sin dejar de hacerlo, se agacha. Él la ve, mirándolo desafiante. La imagen es tan devastadora que necesita echar la cabeza hacia atrás. ¡Joder! Jamás hubiese creído que... si ella nunca…alarga la mano y le acaricia el pelo en agradecimiento…jamás… ¡Cuánto tiempo esperando esto! ¡Dios! Elisa, todavía desafiándolo, se limpia la boca con el dorso de la mano. Lo toma, lo lleva al sofá, lo monta. Grita. Fuerte. Más. Se exhibe, lo agrede en cada embestida, es furia. Busca avisarlo con su voz, que la escuche, que la oiga disfrutar…que se acerque a la ventana. Y lo intuye. Allí está él, seguro que esta ahí, disfrutándome, tocándose. Ella lo espera, y grita, grita cada vez más hasta que le ve aparecer en su horizonte. La excitación la inunda. Javier no se da cuenta, no sabe que le soy infiel,  piensa, no sabe que mi pulsión no me la provoca él, sino el otro. Se siente sucia.  La culpa entra en su vagina, llenándola,  acompañándola hasta dejarla alterada y envuelta en convulsiones.

-Que síii... ¡joder tío!, ¡que en nuestro matrimonio hay pasión! ¡Elisa tiene incluso más ganas que antes! No sé, se ha liberado, se siente más cómoda…
-Javier, no me lo creo. Lleváis seis años de casados, ¡es imposible que la pasión dure tanto!
-Tío, el secreto está en hablar- lo dice medio sonriendo, inocente, orgulloso- En hablar y hablar, que ella pueda liberarse, sentirse cómoda…y jamás decirle que no, aunque estés cansado, que ella nunca sienta que la rechazas. Elisa ahora me ataca en cualquier parte de la casa…y te juro que al principio no era así, era una puta monja: o estaba la luz apagada o…
-No fantasmees! –y se hecha a reír
-Mira, si no me crees…es tu problema. Pero yo de ti lo probaría…funciona.

El pequeño hombre la escucha gritar. ¡Ya están otra vez! Deja los platos a medio fregar y se dirige a la ventana nervioso, excitado, alterado al límite: con su pene totalmente en erección, dispuesto al juego. Se acerca a la ventana, allí están…ahora ella dejará que la desnude, ¡si! ¡Hoy lo van a en el sofá!... ¡llego tarde! ya la tiene dentro… ella ya se empieza a mover, se sacude de placer. Le encanta cuando él la mueve…se le marcan todos sus músculos…todo su cuerpo en tensión soportando el vaivén. Su culo, su pecho, su boca entreabierta buscando recibir más oxígeno. Abre su pantalón y empieza a tocarse, ella ya está gritando mucho,…le queda poco tiempo…mueve su mano cada vez más rápido, aceleradamente hasta que se derrama con el último grito y va al baño a lavarse las manos. Resopla. ¡Qué hombre más bello!, ¡lástima que le gusten las tías!

Podredumbre


Cerró los ojos  y dejó ir  la cabeza contra  la almohada…le dolía el cuello. Su respiración resultaba cada vez más trabajosa. Requería toda su atención algo que toda su vida había realizado sin esfuerzo. Tenía que empujar sus costillas para que esa pequeña veta de oxígeno que le llegaba a través de la mascarilla entrara por su nariz y por su boca y fuera absorbida por sus pulmones.

Se tocó la cara. Suspiró a duras penas Ya no reconozco-pensó- a la de antes. Soy otra. Y me asqueo. Me he convertido en algo blando y vacuo. En un triste sin sentido de la existencia. Mis huesos ya no soportan mi peso, mis pulmones son incapaces de funcionar por sí solos y mi piel ya no ocupa el lugar que siempre le ha correspondido. Mi cara es como una cama mal hecha donde las arrugas siempre se encuentran en el lugar más inoportuno. Quiero volver a antes. En mi vida soporté el olor a podredumbre y ahora convivo con él a diario, y sin lo podrido no soy nada. Sólo esta podredumbre me mantiene unida a la vida. Sólo me mantendré viva mientras dure este largo periodo de descomposición. Jamás me había molestado tanto, hasta ahora me bastaba con no mirarme al espejo. Ahora mi propia putrefacción se hace presente cada vez que respiro, cada vez que me muevo, cada vez que mi mente huye de este olor y es incapaz de ver a un familiar cuando lo tiene enfrente.

Entraron a peinarla. Las enfermeras estaban empeñadas en que así ellas se sentían mejor. Mientras trabajaban el poco pelo que había resistido a los embistes del tiempo y los tintes habían dejado con vida le contaban cosas de sus vidas. Las odiaba. Se quejaban por todo y eran incapaces de valorar el tiempo que todavía les estaba siendo concedido, no se daban cuenta que ya estaban empezando a descomponerse y seguían empeñadas en  absurdos y en enfados inútiles. Eran incapaces de disfrutarse. Acabaron de peinarla y les pidió colonia, para olvidar el olor que desprendo. Le acercaron el espejo y se vio: recogida, concentrada toda su cara alrededor de su nariz en miles de arrugas; instintivamente, como quien estira un mantel, se sujetó la piel de sus mejillas y estiró hacia sus orejas. Otra vez su piel lisa, y el recuerdo de lo que era. Sonrió y dejó de respirar. Demasiado esfuerzo devolver su piel a su sitio, y respirar a la vez. Decidió suspender lo segundo: le impedía oler.

Desde arriba



Se lo miraba todo desde las alturas. Como hacía desde meses atrás. Primero asomando la cabeza desde la retaguardia, camuflado entre los que eran más antiguos y que en consecuencia ahora estaban al frente. Pero todos habían ido cayendo, presas de las mismas manos.  Y, de repente, un día le tocó a él, pasó al frente. Se acercó, o lo acercaron, a la barandilla que lo distanciaba del vacío, de romperse en mil pedazos. Quedó esperando su turno.
Miraba atentamente viendo siempre lo mismo: los mismos rostros, la misma gente entrando y saliendo del bar. Ese bar taciturno y nublado. Deambulaba por allí todo tipo de personajes que, sabiendo él que podían elegir, no ejercían su derecho de otra manera que ir al bar, a ese bar, a diario. No lo entendía. La mamá que cada día llevaba a los niños, con cara de exhausta, al liberador colegio y que a la ida ni tan siquiera levantaba la cabeza cuando pasaba por delante; pero que a la vuelta entraba y, junto a un cortado “manchadito” de anís, iba introduciendo lentamente las frutas, la verdura, el pescado en la ranurita de aquella máquina de feria cuyas luces engañaban su bolsillo con la música. ¡Dios! ¡Si yo hubiera podido tener un hijo! ¿Cómo se puede ser tan seco teniendo tanta sangre? Y aquel hombre, el recogido y ceniciento, que llevaba toda su vida perdiéndose los amaneceres entregándolos al trabajoso arte de cargar cajas y elegir pescados, dejando a su mujer en casa con los niños, la comida y…y aquel vecino en paro que había descubierto que la vida no era aburrida sólo para él. Había que ver como lo contaba el pobre la otra tarde. Ha de ser terrible llegar a casa y encontrártela con otro. Contaba, entre soles y sombras, que cuando la vio montada en él la quería matar, pero que, al final, de lo único que fue capaz fue de romper a llorar como un niño ¿Y las abuelas? Y las abuelas que gastaban su pensión en el lujo de desayunar todas juntas para más tarde malcenar solas, que ¡…cocinarse para una!  ¡Ya se sabe! ¡Mejor esclava de muchos que cocinera de una misma!
¿Por qué vuelven? La felicidad se queda fuera. Este no es buen sitio para germinar nada… ¿Por qué no se marchan? ¿Cuándo se ha visto que un animal libre entre decidido en una jaula? Sus hombros ya empezaban a acumular polvo, y su cabeza acorchada se resquebrajaba y pudría sin descanso. Se los miraba y no lo entendía. A mí, a mi, mi destino me ha traído aquí. ¡Yo no he tenido más salida que aceptar mi historia con resignación! Desde que nací, desde que fui creado, mi destino era éste…era llegar a ocupar las alturas de este bar.
¡Si hubiera pertenecido a una familia! ¡Si hubiera podido ver como me integraban en sus soledades, sus celebraciones, sus alegrías,…si hubiera podido estar junto a ellos en sus cenas de navidad! Me hubiera vertido en ellos, por ellos, me hubiera vaciado por completo para darles consuelo o alegría, lo que hubieran querido.
Pero la suerte había querido que él no tuviese otra opción: lo etiquetaron, lo encerraron en la más completa oscuridad, vio como moría uno de sus compañeros durante un viaje…para luego sacarlo a la luz y exponerlo, etiqueta al frente, al fondo de la estantería, esperando ansioso su último día, en que una vez decapitado, pudiera verter su rojo fluido en la copa de alguno de esos humanos, que él no entendía el porqué, pudiendo elegir, no lo hacían.

Tiembla la estantería y una mano con prisas lo busca, aparta a su compañero que lo empuja, lo agarra. La ansiedad lo desborda, toda una vida esperando para eso, la mano húmeda deja de sostenerlo y, resignado, se desprende, se precipita. Toda una vida para un triste réquiem: tan sólo un golpe en un azulejo sucio y desgastado. Ahora, manchado de vino...