martes, 29 de mayo de 2012

Maletas


Con una maleta en cada mano y el bolso escurriéndosele hombro abajo, deambulaba por el aeropuerto sin ser capaz de decidir hacia donde dirigirse.  De la ducha de la mañana ya no quedaba apenas nada en su cuerpo, sentía como la humedad del verano de la ciudad de costa la impregnaba y la hacía sentirse sucia. Sus manos estaban doloridas de cargar el peso, pero no sabía donde dejar las maletas y, sentarse encima de ellas para descansar la hacía sentirse todavía peor.  Se orinaba. Hacía horas que quería ir al baño, pero tal actividad con las maletas era imposible de llevar a cabo con la cantidad de mangantes y otras faunas que poblaban el aeropuerto a la espera de un despiste inapropiado.
No sabía en que momento había cambiado de opinión y había decidido no subirse al avión. Pensaba que debía ser algo que había estado gestando en su vientre y había dejado crecer sin apenas darse cuenta de los síntomas. Sólo sabía que su interior había explotado frente al Check-in, en un ataque de lágrimas ansiosas y espasmos asfixiantes y no había sido capaz ni de entregar la tarjeta de embarque. Necesitaba más tiempo. Era lo único que había sido capaz de decirle a esa especie de azafato sin amabilidad alguna y que observaba sus maletas con avidez esperando que pesaran más de lo debido.  No hubo respuesta por su parte. Se limitó a subir los hombros e indicarle, en un tono pseudo-amable de impostura, que se puede retirar, si es tan amable mientras él y el que hacía la cola detrás de ella soltaban un suspiro de exasperación y hastío a la espera de que ella se retirase de una vez, y la normalidad pudiera proseguir a embarcarse.
Recogió las maletas de la cinta y balbuceando, sintiéndose pequeña y sucia se retiró del mostrador y empezó a andar. Recorrió toda la T2 y siguió andando por la T1 hasta que sus ojos por fin se dieron cuenta de que había llegado al final de la misma. Y que sólo podía dar media  vuelta o quedarse allí quieta como cuando era pequeña, castigada contra la pared.  La desesperanza empezó a subirle desde el ticket de embarque que sostenía en la mano derecha, arrugado contra el asa de la maleta, e inundó su torrente sanguíneo hasta llegarle al corazón.  Y, Con una maleta en cada mano y el bolso escurriéndosele hombro abaja, deambulaba por el aeropuerto sin ser capaz de decidir hacia donde dirigirse.

No podía volver a casa. ¿Cómo entrar y tener que pronunciar en voz alta que no podía irse? Notaba las palabras comprimidas, entremezcladas, agolpadas en la parte superior de su garganta;  clavándole las zonas más puntiagudas de cada una de las letras en sus cuerdas vocales, a punto de sangrar por la presión.  Sólo era capaz de pronunciar algún tipo de murmullo, algo parecido a los que suponía que dejaban ir los animales momentos antes de morir.  Pensó en intentar buscar otro vuelo y las lágrimas emergieron de sus ojos torrencialmente. Era consciente de que ninguna otra parte de su cuerpo acompañaba el llanto. Y que se le nublara la vista con esas gotas sabía que convertiría la búsqueda de un billete de avión, frente a una pantalla de ordenador,  en algo imposible.
Dejó una de las maletas en el suelo, entre sus piernas -como absurda medida de seguridad- y se secó los ojos con la manga de la chaquetilla de punto que llevaba puesta. Sin pensárselo demasiado, como si pasar su brazo por su cara le permitiera ver con más nitidez, se dirigió al hotel del aeropuerto. Allí podría ducharse, descansar y, sobretodo, orinar. Tal vez después, fuera capaz de establecer una conversación consigo misma.

-Buenas tardes. -Buenas tardes, una habitación individual, por favor. -¿fumadores?- No, bueno sí.  –¿Me da su DNI? - Sí, tenga. Gracias. La 407. Debe coger el ascensor a la derecha. El número de recepción es el 9 y la recepción está abierta 24h. Para cualquier cosa que necesite estamos a su disposición. Disfrute de su estancia. Ya en el ascensor, las últimas palabras seguían resonando en su cabeza febrilmente. Disfrute de se estancia. Dis-fru-te. Es-tan-ci-a, disfrute, disfrute, disfrute, disfrute… Abrir la puerta de la habitación y dejar sus pesadas maletas agotó sus últimas fuerzas y, como pudo, llegó al sentarse en la taza del baño y dejó que su cuerpo orinara, no de forma controlada, sino dejando de evitar que aquel líquido que la inundaba se desbordara y saliera liberado. Se quedó allí sentada, con la cabeza entre las manos, ocultando su cara.
Le dolía el culo. No sabía cuanto tiempo llevaba sentada allí. Sin levantarse todavía, se quitó la ropa lenta y torpemente, y casi a tientas, se metió en la ducha y abrió el agua caliente. Notaba como el calor la inundaba desde la nuca, por la espalda y veía caer el agua casi negra, llena de dudas y remordimientos, de indecisión rabia e ira. Llena de soledad.  Se enjabonó con cuidado, lentamente, como limpiaría los cortes de  un herido de una guerra y dejó luego que el agua la recorriera de nuevo hasta que se sintió inmaculada. Se envolvió en una áspera toalla que dejó a los pies de la cama para meterse, desnuda, en esas blancas sábanas, como de hospital. Cerró los ojos y despareció.
Despertó sin recordar muy bien dónde estaba, con la sábana envuelta a su cuerpo sujetándola a la cama. La tranquilidad y la pereza la empujaron a estirarse completamente en la cama dejando que su cuerpo volviera a la vida lentamente. Se sentó en la cama y marcó el 9 en el teléfono de la mesita de noche. Pidió un desayuno continental –sin saber muy bien que era lo que estaba ordenando- y tras colgar, se metió en la ducha. Salió mojada buscando a tientas la toalla que todavía estaba a los pies de la cama y riéndose de si misma por lo despistada que era siempre.  Envuelta finalmente en ella, abrió una de las pesadas maletas buscando algo de ropa que ponerse. Rebuscó entre toda la ropa que traía, no encontraba nada que ponerse  y se dio cuenta de que nada de todo lo que llevaba dentro encajaba con ella, ni era ya de su tamaño. Difícilmente, esquivando recuerdos y objetos varios entremezclados con su ropa,  tomó una camiseta, la más vieja y grande que encontró entre todo el desorden, y se la colocó por encima. Sintió la necesidad de cerrar las maletas para no ver más lo que había dentro.
Llamaron a la puerta. El desayuno. ¿Me podrías conseguir unas tijeras, por favor? Voy a consultar a ver si es posible. Llamaron de nuevo. Abrió la puerta con los tejanos en una mano y una camisa en la otra. Aquí tiene. Mil gracias –y una gran sonrisa brotó en su rostro-
Se sentó en la cama, con la bandeja del desayuno a su lado –tostadas, mantequilla y mermelada, jugo de naranja y un café con la leche aparte- y mientras comía, con hambre y sin prisas, fue recortando la camisa y los vaqueros hasta que consiguió algo en lo que sí sentía que podía encajar.
Vestida ya, abrió por última vez las maletas y escogió lo básico: neceser con los cuatro imprescindibles –a saber, la crema hidratante mil en uno, el rimmel, el colorete y el desodorante-, unas chanclas, un par de camisetas de tirantes y una camisa. Por supuesto, no quiso dejar su ropa interior. Recogió sus documentos y algunos papeles y se dirigió a recepción.
Al salir del hotel, el vestíbulo del aeropuerto le pareció más pequeño de lo que recordaba. El bolso lo había colocado cruzado al hombro para que no se le escurriera y se dirigió directamente a la ventanilla de su compañía. ¿Alguna maleta a facturar? No, esta vez vuelo yo sola.

martes, 17 de abril de 2012

El saco


Abrió la puerta del piso tímido, sonriendo. Estaba convencido de que esta vez lo había acertado. Le había costado decidirse pero, por fin, había encontrado el regalo perfecto.  Silbaba ligeramente una de sus canciones preferidas de uno de esos grupos que le gustaban desde la adolescencia. Se sentía optimista.
De repente, en la más completa oscuridad, ella escuchó su ligero silbido y todos sus sentidos se pusieron alerta. Por fin, por encima de su cabeza se movió una de las tapas laterales,  se hizo la luz y pudo asomar sus grandes ojos fuera de la caja. Estaba aterrorizada. Recordaba cada uno de los hechos que la habían hecho meterse voluntariamente allí. Y no entendía por qué ahora él abría la caja. Sonriendo, él extendió la mano y le puso delante un saco de tela, grande, enorme, del tamaño de un niño de seis años.  - Es para ti. Espero que me perdones. - Sorprendida, sacó temblorosa una mano de la caja e hizo el intento de cogerla. Paró justo antes de tomarla por un extremo. No puedo, pensó. En la caja estoy segura, pero si salgo, o si lo dejo entrar, el dolor volverá. La caja es pequeña y oscura, y aunque a veces me falte aire para respirar, se mantiene siempre igual. Sin altibajos, ni dolor. Hizo retroceder su brazo lentamente al interior. Él volvió a insistir: Tranquila, esta vez no voy a hacerte daño.  Impulsada por no sabía que sentimiento sacó la mano, y antes de que él pudiera darse cuenta de nada, ya tenía la bolsa dentro de la caja, y había cerrado la caja.
Se quedó encogida largo tiempo con la bolsa a sus pies. Intuía de alguna manera, con el mismo instinto que utilizan los animales pequeños para huir de su calidad de presa, que si la abría no habría vuelta atrás. Pero siempre había sido curiosa, y todavía recordaba que él estaba fuera de la caja. Abrió la bolsa, y para su sorpresa, contenía palabras. Una retahíla sin fin de palabras, en diferentes formatos y tamaños, todas desordenadas.  Se quedó quieta, desesperada entre tanta oscuridad, sin saber muy bien qué hacer con todo aquello. Pasaron horas y allí seguía ella, inmóvil, sin un atisbo del significado de todo aquello. Pero, ahora, ¿Para qué me da esto? ¿Qué cree que puedo hacer con ello en la oscuridad? Necesito luz, y él lo sabe. ¿Por qué me da algo así, si sabe que no puedo entenderlo? Tal vez me haya dado una linterna para que pueda ver algo…Buscó a tientas y no encontró nada. Carcomida por la intriga y el deseo de entender, en un arrebato,  golpeó con los nudillos en la caja y pronunció: Linterna. Él, de inmediato, abrió la caja y ella pudo ver una linterna cerniéndose sobre su cabeza. Sacó la mano para tomarla y cerró la caja de nuevo.
Mientras sostenía la linterna con la boca, para poder ver mejor, observaba las palabras desordenadas sobre el fondo de su caja: Amor, error, te, traición, odio, es, miedo, yo,  carácter, perdón, verdad,  tu, orgullo, pareja, tú,  daño, amo, pido, disculpas, mentiras, familia, hijos, huida, soy, arrepentimiento, ira, ella, mierda, mi, felicidad, ayuda…No sabía qué hacer con todo aquello. Probablemente era un mensaje, pero ¿Cuál?  Empezó a intentar combinarlas, pero nunca conseguía un texto completo, siempre le sobraba alguna, le faltaba algún verbo… Finalmente, le venció el sueño.
No era consciente de cuánto había dormido, pero al despertarse lo primero que hizo fue extender  la mano ansiosa  y buscar en la oscuridad las palabras y la linterna. Asegurarse de que seguían ahí. Pensó que probablemente sobraban palabras. Que era un juego, un mensaje cifrado, y que su misión era encontrar el verdadero significado. Decidió que debía eliminar algunas. Estaba claro que no podía eludir ninguno de los verbos y los pronombres, había pocos y sabía que eran muy necesarios; en consecuencia, tenía que elegir qué sustantivos no encajaban en aquel discurso. Así pues, de entrada, decidió quedarse con:   te, ella, es, yo, tu, tú, amo, pido, odio, soy, ella, mi, ayuda. Ahora sólo tenía que barajar las diferentes posibilidades. Yo soy odio, no,-pensó-él no es así…; yo te odio no, no puede ser que me haga un regalo y sea algo con lo que hacerme daño, me ha dicho que esta vez no;  yo soy tu odio él sabe que yo no soy así;  yo odio ella me falta una preposición…y miró a la caja desesperadamente, en busca de esa “a” divina que completaba la frase que más le gustaba.  Yo amo ella, volvió a mirar las palabras, esta vez desesperada, esperando que esa maldita preposición no estuviera. Siguió jugando con las palabras, inquieta nerviosa, esperando encontrar en ellas algún mensaje, algo. Mejor dicho, no esperaba algún mensaje, esperaba el mensaje. Aquél que la haría salir de la caja. Y entre todas las posibilidades posibles lo encontró.  Descartó el resto de palabras y se quedó con aquellas dos: te amo. Una extraña sensación la inundó por completo. Sentía su corazón acelerado, esa extraña energía que fluía por sus venas, que la empujaba a levantarse. Esa presión en su pecho. Se asustó. Ahí estaba todo de vuelta, todo lo que había antes de la caja, todo lo que la llevó a meterse en ella tras el desengaño.  Decidió no salir de la caja y, hecha un ovillo, intentó dormirse, que se durmiera su interior. Con los ojos cerrados, sentía las palabras dar vueltas en su interior, las veía acercarse, desordenarse, ponerse en fila, desparecer alejándose.
Horas después la inquietud la llevó a levantar uno de los cartones que hacían de tapa y otear el exterior. Estaba todo oscuro, más que el interior de su caja. Pero lo podía escuchar respirar fuera, de lejos. Le sorprendió que él no estuviera envuelto en claridad. Tampoco se encontraba cerca de la caja, no había estado esperando por ella, a que ella pudiera describir aquél mensaje. Se sintió decepcionada. Tal vez se haya desesperado porque he tardado mucho. Tenía que haber sido más rápida. O igual no esperaba que yo fuera a salir, igual no era ese el mensaje, igual me ha engañado o  me engaño yo…El dolor volvió a su interior.  Sentía como tiraba de sus entrañas. Decidió cerrar la caja.
Le despertó un lloro infantil y una voz femenina. Oía a una niña llorar y una voz femenina calmándola. Asomó la cabeza fuera de la caja. Seguía todo oscuro nada claro. Lo oía a él respirar, más intensamente. Y por fin sus palabras: Te amo.
En un ataque, a día de hoy todavía no sabe muy bien de qué, salió de la caja, se acercó a la pared que conocía tan bien y le dio al interruptor.  Sus ojos, poco acostumbrados ya a la luz, lo vieron a él. Sentado en un sofá, una mujer a su lado con una niña en sus brazos.  La miraba desconcertado –yo, yo…yo…-incapaz de decir nada más. Quería acercarse y destrozar todo lo que estaba contemplando, pero no podía moverse. Es mi culpa, es mi culpa, es mi culpa… ¿por qué confiar después de tanto tiempo?, otra vez no, otra vez no…
Lloró, lloró como no había llorado hacía tanto tiempo, dejando marchar aquello que ella creía haber amado.  Él la miró, triste, desde el sofá.  No se movió, pero ella pudo ver el terror en sus ojos.  Miró la habitación. Estaba vacía, no había nada a su alrededor. Ni un cuadro ni una foto, ni objeto personal, ni un teléfono, y entendió. Estaba sólo.  Entendió su terror: la soledad. Perderlo todo. Sintió lástima por él.
Mientras recogía su caja y la doblaba se sentía más ligera.  Sin que él fuera capaz de moverse de donde estaba, y con ella vigilándola de lejos salió por la puerta, en silencio. Al llegar a la calle percibió la luz del sol que hacía tanto que no veía. Y decidió quedarse recostada ligeramente en la pared, disfrutando la sensación en su piel. -Si te da un poco el sol serás todavía más bonita- abrió los ojos -¡gracias! - y sonrió. El chico le devolvió la sonrisa. – ¿Te apetece un café?- , -…pero que sea al aire libre- contestó ella.