Con una maleta en
cada mano y el bolso escurriéndosele hombro abajo, deambulaba por el aeropuerto
sin ser capaz de decidir hacia donde dirigirse.
De la ducha de la mañana ya no quedaba apenas nada en su cuerpo, sentía
como la humedad del verano de la ciudad de costa la impregnaba y la hacía
sentirse sucia. Sus manos estaban doloridas de cargar el peso, pero no sabía
donde dejar las maletas y, sentarse encima de ellas para descansar la hacía
sentirse todavía peor. Se orinaba. Hacía
horas que quería ir al baño, pero tal actividad con las maletas era imposible
de llevar a cabo con la cantidad de mangantes y otras faunas que poblaban el
aeropuerto a la espera de un despiste inapropiado.
No sabía en que
momento había cambiado de opinión y había decidido no subirse al avión. Pensaba
que debía ser algo que había estado gestando en su vientre y había dejado
crecer sin apenas darse cuenta de los síntomas. Sólo sabía que su interior
había explotado frente al Check-in, en un ataque de lágrimas ansiosas y
espasmos asfixiantes y no había sido capaz ni de entregar la tarjeta de
embarque. Necesitaba más tiempo. Era
lo único que había sido capaz de decirle a esa especie de azafato sin
amabilidad alguna y que observaba sus maletas con avidez esperando que pesaran
más de lo debido. No hubo respuesta por
su parte. Se limitó a subir los hombros e indicarle, en un tono pseudo-amable
de impostura, que se puede retirar, si es
tan amable mientras él y el que hacía la cola detrás de ella soltaban un
suspiro de exasperación y hastío a la espera de que ella se retirase de una vez,
y la normalidad pudiera proseguir a embarcarse.
Recogió las maletas
de la cinta y balbuceando, sintiéndose pequeña y sucia se retiró del mostrador
y empezó a andar. Recorrió toda la T2 y siguió andando por la T1 hasta que sus
ojos por fin se dieron cuenta de que había llegado al final de la misma. Y que
sólo podía dar media vuelta o quedarse
allí quieta como cuando era pequeña, castigada contra la pared. La desesperanza empezó a subirle desde el
ticket de embarque que sostenía en la mano derecha, arrugado contra el asa de
la maleta, e inundó su torrente sanguíneo hasta llegarle al corazón. Y, Con una maleta en cada mano y el bolso
escurriéndosele hombro abaja, deambulaba por el aeropuerto sin ser capaz de decidir
hacia donde dirigirse.
No podía volver a
casa. ¿Cómo entrar y tener que pronunciar en voz alta que no podía irse? Notaba
las palabras comprimidas, entremezcladas, agolpadas en la parte superior de su
garganta; clavándole las zonas más puntiagudas
de cada una de las letras en sus cuerdas vocales, a punto de sangrar por la
presión. Sólo era capaz de pronunciar
algún tipo de murmullo, algo parecido a los que suponía que dejaban ir los
animales momentos antes de morir. Pensó
en intentar buscar otro vuelo y las lágrimas emergieron de sus ojos
torrencialmente. Era consciente de que ninguna otra parte de su cuerpo
acompañaba el llanto. Y que se le nublara la vista con esas gotas sabía que
convertiría la búsqueda de un billete de avión, frente a una pantalla de
ordenador, en algo imposible.
Dejó una de las
maletas en el suelo, entre sus piernas -como absurda medida de seguridad- y se
secó los ojos con la manga de la chaquetilla de punto que llevaba puesta. Sin
pensárselo demasiado, como si pasar su brazo por su cara le permitiera ver con
más nitidez, se dirigió al hotel del aeropuerto. Allí podría ducharse,
descansar y, sobretodo, orinar. Tal vez después, fuera capaz de establecer una
conversación consigo misma.
-Buenas tardes. -Buenas tardes, una habitación
individual, por favor. -¿fumadores?- No, bueno sí. –¿Me da su DNI? - Sí, tenga. Gracias. La 407.
Debe coger el ascensor a la derecha. El número de recepción es el 9 y la
recepción está abierta 24h. Para cualquier cosa que necesite estamos a su
disposición. Disfrute de su estancia. Ya en el ascensor, las últimas palabras seguían resonando en su
cabeza febrilmente. Disfrute de se estancia.
Dis-fru-te. Es-tan-ci-a, disfrute, disfrute, disfrute, disfrute… Abrir la
puerta de la habitación y dejar sus pesadas maletas agotó sus últimas fuerzas y,
como pudo, llegó al sentarse en la taza del baño y dejó que su cuerpo orinara,
no de forma controlada, sino dejando de evitar que aquel líquido que la inundaba
se desbordara y saliera liberado. Se quedó allí sentada, con la cabeza entre
las manos, ocultando su cara.
Le dolía el culo. No
sabía cuanto tiempo llevaba sentada allí. Sin levantarse todavía, se quitó la
ropa lenta y torpemente, y casi a tientas, se metió en la ducha y abrió el agua
caliente. Notaba como el calor la inundaba desde la nuca, por la espalda y veía
caer el agua casi negra, llena de dudas y remordimientos, de indecisión rabia e
ira. Llena de soledad. Se enjabonó con
cuidado, lentamente, como limpiaría los cortes de un herido de una guerra y dejó luego que el
agua la recorriera de nuevo hasta que se sintió inmaculada. Se envolvió en una
áspera toalla que dejó a los pies de la cama para meterse, desnuda, en esas
blancas sábanas, como de hospital. Cerró los ojos y despareció.
Despertó sin
recordar muy bien dónde estaba, con la sábana envuelta a su cuerpo sujetándola
a la cama. La tranquilidad y la pereza la empujaron a estirarse completamente
en la cama dejando que su cuerpo volviera a la vida lentamente. Se sentó en la
cama y marcó el 9 en el teléfono de la mesita de noche. Pidió un desayuno
continental –sin saber muy bien que era lo que estaba ordenando- y tras colgar,
se metió en la ducha. Salió mojada buscando a tientas la toalla que todavía
estaba a los pies de la cama y riéndose de si misma por lo despistada que era
siempre. Envuelta finalmente en ella, abrió
una de las pesadas maletas buscando algo de ropa que ponerse. Rebuscó entre
toda la ropa que traía, no encontraba nada que ponerse y se dio cuenta de que nada de todo lo que
llevaba dentro encajaba con ella, ni era ya de su tamaño. Difícilmente,
esquivando recuerdos y objetos varios entremezclados con su ropa, tomó una camiseta, la más vieja y grande que
encontró entre todo el desorden, y se la colocó por encima. Sintió la necesidad
de cerrar las maletas para no ver más lo que había dentro.
Llamaron a la
puerta. El desayuno. ¿Me podrías
conseguir unas tijeras, por favor? Voy a consultar a ver si es posible. Llamaron
de nuevo. Abrió la puerta con los tejanos en una mano y una camisa en la otra. Aquí tiene. Mil gracias –y una gran
sonrisa brotó en su rostro-
Se sentó en la cama,
con la bandeja del desayuno a su lado –tostadas, mantequilla y mermelada, jugo
de naranja y un café con la leche aparte- y mientras comía, con hambre y sin
prisas, fue recortando la camisa y los vaqueros hasta que consiguió algo en lo
que sí sentía que podía encajar.
Vestida ya, abrió
por última vez las maletas y escogió lo básico: neceser con los cuatro
imprescindibles –a saber, la crema hidratante mil en uno, el rimmel, el
colorete y el desodorante-, unas chanclas, un par de camisetas de tirantes y
una camisa. Por supuesto, no quiso dejar su ropa interior. Recogió sus
documentos y algunos papeles y se dirigió a recepción.
Al salir del hotel,
el vestíbulo del aeropuerto le pareció más pequeño de lo que recordaba. El
bolso lo había colocado cruzado al hombro para que no se le escurriera y se
dirigió directamente a la ventanilla de su compañía. ¿Alguna maleta a facturar? No, esta vez vuelo yo sola.
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